en Viloria, en la zona conocida como Las eras, todavía humean en verano las carboneras donde se produce el preciado carbón vegetal “de la misma forma en la que lo hacían nuestros antepasados”, explica Miguel Lander, el último carbonero en Nafarroa. Al menos, es el único que se dedica profesionalmente a este ancestral oficio, que ha desempeñado desde joven: primero con su abuelo, después con su tío y ahora con su hijo, que le ayuda de momento, “aunque ve que es duro, y mucho no le tira”, cuenta a Efe.
Este viejo oficio, tan habitual en Nafarroa hasta los años sesenta del siglo pasado, era casi desconocido hasta que el director navarro Montxo Armendariz lo mostró al mundo en 1984 en la película Tasio, rodada en parte en la misma Viloria, donde nació Lander. En el Valle de Lana (Lizarra), creció rodeado de un paraje amparado por la impresionante crestería caliza de la sierra de Lokiz. Al lugar le llaman la Rusia navarra, según dicen algunos debido a su aislamiento geográfico, mientras para otros se debe a sus fríos inviernos. Y es el último lugar del viejo reino en el que se produce carbón vegetal. “Algunos vecinos siguen montando sus carboneras por una afición no exenta de nostalgia, pero por rentabilidad, solo lo hago yo”, afirma el experto, que complementa sus ingresos con la cría de vacuno de carne. Lander monta unas 14 o 15 carboneras cada año, que producen unos 20.000 kilos de carbón, para lo que es necesario cortar unos 100.000 kilos de madera, labor que se realiza de octubre a febrero, “cuando no suda, cuando la savia está abajo” en el árbol, y los troncos se dejan a secar a la intemperie. “Es un trabajo duro. Hay que mover cien toneladas de leña, serrarla en el monte y bajarla en el remolque a la carbonera. Requiere mucho esfuerzo físico”, asegura.
compra de ‘suertes’ La madera de encina que se utiliza para las carboneras procede del comunal. Cada año, el Gobierno de Nafarroa concede una suerte o lote de este material a cada vecino, una parte para el hogar de la cocina y otra para hacer carbón. Lander compra sus lotes a algunos vecinos que no hacen uso de este derecho. Después, en el mes de mayo, los troncos, de aproximadamente un metro de longitud, se colocan formando una pira, con los más gruesos en la base y los más finos arriba. El conjunto se cubre de paja y tierra, dejando en el centro una chimenea y varios orificios alrededor para que la carbonera respire.
Lander deposita entonces las brasas dentro de la carbonera para que la madera se vaya “cociendo” durante unos quince días, ya que, si ardiera, solo conseguiría cenizas. Es un proceso que hay que vigilar día y noche para que todo el trabajo no sea en balde: “La leña se va consumiendo, la carbonera va mermando y a las tardes hay que rellenar los huecos con leña, porque, si no, eso se hundiría”, relata con precisión. Cuando el color del humo y de la tierra indican al ojo experto que la cocción ya ha terminado, la carbonera se deja enfriar dos o tres días y ya se puede sacar el carbón vegetal.
Lo cuenta mientras recuerda los tiempos en los que en Viloria “todo el mundo era carbonero, hasta los 55 o 60 años. La gente subía al monte a hacer las carboneras. Igual pasaban medio año fuera del pueblo, y vivían en chabolas hechas por ellos mismos en el lugar del tajo”, explica. Lander lamenta que los políticos “no fomenten más éste y otros oficios que están en extinción”.