L metal en el que estampan las armas de fuego posee propiedades ocultas. Ese acero no lleva solo carbono, molibdeno, wolframio y vanadio, además de hierro. Qué va. A Txetxu no le engañaban. Lo maldicen o le añaden un conjuro. Por eso, cuando alguien dirige el cañón de su arma a tu cuerpo, sientes un escalofrío y un extraño pitido te zumba en los oídos. Y, en el instante en el que una pistola cae al suelo, retumba con un eco que ningún otro objeto obtiene. Si carga toda la munición, produce una especie de tañido grave, como una campanada a difunto. Una cosa rara. Incluso las automáticas fabricadas con plásticos y cerámicas, que Ariza odiaba, producían un ruido del carajo. Incomprensible. Porque ningún plástico atrona así.

Precisamente en esa particular cualidad de las armas era en la que confiaba Txetxu Ariza para resolver aquella situación que amenazaba con descontrolarse. El tipo, flaco, rapado y ojeroso, temblaba como un vagón de tren barato mientras sujetaba a Karthuma por el cuello con el brazo izquierdo y le apoyaba la punta de un cuchillo de cocina, sucio, en la yugular con su mano derecha. Mantenía la espalda apalancada en la pared, al fondo de la barra, bajo la televisión encendida del restaurante Assilah. La taberna marroquí se encuentra desde siempre donde la calle Cortes empieza a desmoronarse hacia el puente de San Antón.

En la tele echaban una reposición de Vaya Semanita. Pero los parroquianos miraban el pescuezo de la pobre Karthuma. La mujer mantenía los ojos muy abiertos, como si la estuvieran tirando de los párpados. Una sola gota de sudor, gruesa, lenta, redonda, asomaba desde el límite del pañuelo de colores vivos que le cubría el cabello. Pronto rodaría por la sien de la cocinera.

—La degüello aquí mismo, que estoy muy loco, Hijos de puta. Quiero salir. Fuera. Alejaos, cabrones.

Al hombre le quedaba grande el chándal negro de mercadillo. Las zapatillas parecían buenas, pero habían conocido tiempos mejores. Alternaba el ligero pinchazo del cuello de la mujer con desesperados tajos al aire lanzados al frente. Nadie hubiera apostado sobre el desenlace. Podría abalanzarse contra los parroquianos tirando cuchilladas o desvanecerse allí mismo. Parecía muy próximo a su propio límite.

Ariza, acompañado por Rachid, se abrió paso hasta acercarse a un par de metros del de la chaira. Mostró las palmas de las manos vacías y pidió silencio. Se echó la mano izquierda a la espalda, a la altura del ancho cinturón que le sujetaba los tejanos. Extrajo lentamente el viejo revólver Astra. Lo levantó hasta la altura de los ojos del desesperado. Era un arma veterana de varias guerras, había pasado por lo de Guinea, el Sahara, las calles de Nápoles y el peor barrio de Marsella. Por uno de esos caprichos del destino, la fusca había terminado regresando a casa. Sus arañazos, marcas y la ausencia de pátina dejaban bien claro que había sido usada. En muchas ocasiones. Hasta se percibía el particular perfume del aceite lubricante mezclado con pólvora quemada.

—Mira, no quiero pegarte un tiro. Ni me apetece que le rajes la tráquea a Karthuma en un arranque de nervios. Dejaré la pipa muy despacio sobre la barra de la taberna. ¿Vale? Y hablamos. No va a pasar nada -propuso el detective con el aplomo de quien se había visto en otras mucho peores.

Cinco minutos antes planchaba camisas en su buhardilla de la calle 2 de mayo, unos cientos de metros cantón abajo del Assilah. Últimamente, el sonido del vapor al salir de los orificios de la plancha le recordaba la voz de Darth Vader. “Yooo sooooy tu padre”, se repetía mentalmente cada vez que bufaba el vapor. Al expolicía municipal le gustaba cocinar. Fregar incluso. Pero odiaba planchar. Sobre todo, las camisas. Las costuras de los hombros le sacaban de quicio. Acostumbraba a aligerarse aquel trance disponiendo la tabla y el cesto de arrugada ropa frente a la tele y viendo partidos históricos del Athletic en vídeo. Solo victorias. En esas estaba cuando sonó el portero automático como si fuera una alarma de ataque nuclear.

—Soy Rachid. Tenemos un loco en el bar, Txetxu. Amenaza a Karthuma con un cuchillo. Baja, por favor- le temblaba la voz más de lo habitual.

Rachid era su vecino desde 2015. Hablaba con el acento repujado de quienes crecieron con el árabe y fueron a la escuela con el francés. Se hacían favores continuamente. Ariza jamás pagaba en el Assilah. Nada. Y eso que presumían de la mejor harira de Bilbao. A cambio, el detective había conseguido aligerar los papeles de Karthuma y los chicos, había hecho entrar en razón, siempre amablemente, a algún pequeño mafioso del menudeo del costo que quería controlar el local y daba charlas sobre relación con las fuerzas del orden.

Mientras jadeaba calle arriba, Rachid expuso la situación a Ariza. Cuando entró, el tipo pidió unos pinchos morunos y una caña. Estaban los de siempre, sorbiendo té con menta y charlando. El lío se armó al dar las siete. Es la hora a la que acostumbran tomar un tentempié los mauritanos. Dos amigos que cruzaron el desierto y el Estrecho juntos y ahora se dedican a la venta ambulante. Muy altos, escurridos, casi azules. Gritaron al verle. Le reconocieron por un tatuaje en el pulgar de la mano derecha y una cicatriz en una de las cejas. Para los africanos, los blancos somos todos iguales excepto por detalles como esos. Uno agarró la escoba y se le fue encima vociferando. El otro comenzó un largo y rápido discurso en dos o tres idiomas, mientras gesticulaba agitando sus manos enormes como aspas de molino. En ese desafortunado momento, Karthuma asomó desde las cortinas de la cocina para averiguar qué sucedía. Y él la agarró.

Resultaba que aquel individuo, junto a una jauría de ultras, había atacado a los mauritanos. Les patearon. Dañaron la mercadería que habían dispuesto en las mantas. Les robaron. Los vendedores se vieron obligados a huir a la carrera. Ocurrió dos semanas antes en Gasteiz. Aquella rata no esperaba encontrarse con sus víctimas en Bilbao. Incluso puede que hubiera participado en la razzia tan borracho que no recordara nada.

—Calma, Karthuma. Saldremos bien de esta. No te muevas. Y tú, tranqui. Depositaré el hierro aquí.

Ariza soltó la pistola a un palmo sobre la barra forrada de níquel. La pipa cayó. Chocó. El estruendo, la larga campanada a difunto, paralizó a todos. A todos menos al detective. Mientras la zurda liberaba el arma, lanzó un bofetón con la derecha. Mano abierta. Los cinco dedos muy extendidos. La palma contra la oreja izquierda del desgraciado. Sonó a primer aplauso tras un aria brillante en la función cumbre de la ABAO. Un plaf cuajado. El resultado de la precisión experta de un corpachón de más de 90 kilos; el fino trabajo de un verdadero maestro del sopapo. En el momento de propinar el guantazo, el detective ya sujetaba la muñeca armada de su oponente con la mano siniestra. Cerrada como una garra. Alejó a Karthuma de un empujón, extendió el brazo izquierdo para distanciar lo más posible la punta del cuchillo e impactó, limpiamente, con la frente sobre el tabique nasal del atacante.

Cayó fulminado. Ariza sostenía a media altura el brazo de la filosa. Con la mano en alto y tirado en el suelo, el tipo parecía un guiñol descoyuntado. Karthuma le escupió en el rostro antes de regresar a la cocina refunfuñando. El resto permaneció en un silencio tenso. Únicamente Madriles, tras su barba a lo Cafrune, seguía tomando vino peleón, atento a Vaya Semanita, carcajeándose de vez en cuando.

—Esconde el cuchillo y mójale la cabeza -pidió Ariza a Rachid guardándose la pistola.

Cuando el tipo pudo caminar, le acompañó hasta el principio de la calle Bailén.

—Lárgate. Y no vuelvas -le espetó el detective empujándole hacia la estación de RENFE.

—Sé quien eres, maricón. Sé dónde vives. Vendré a sacarte las tripas -amenazaba el golpeado. Lanzaba los improperios más por costumbre que por convicción.

—Qué coño vas a saber. Bastante tienes con aclararte acerca de quién eres tú -respondió el antiguo munipa.

Txetxu Ariza casi deseó que aquel idiota diese la vuelta y le atacara. Era mejor plan que terminar de planchar una docena de camisas. Por mucho que el Athletic se impusiera al Manchester United otra vez.