L frío martirizaba los campos a la sombra del Anboto aquel atardecer azulado de febrero de 1528. Le acompañaba un oficial del Santo Oficio, mocetón de manos desproporcionadas por lo grande, dientes alternos y vista torcida, lo mismo que las orejas . El tercero era un escribano flaco y lánguido, con vestimenta toda parda: sombrero, capa, calzas y chapines.

Que el Señor bendiga a los moradores de esta casa. Busco al síndico, señor Blas de Yrizar.

La voz profunda de fray Juan de Zumarraga retumbó en el portal como en una caverna. Los ecos se colaron hacia las cuadras habitadas por mugidos, ascendieron a las alcobas silenciosas y el susurrante camarote y fueron devueltos por los cercanos contrafuertes que sujetaban el ábside de la iglesia de Andra Mari. El trío de forasteros escuchó movimiento sobre sus cabezas. Media docena de pies caminando ligeros sobre madera. De repente, en lo alto de la escalera de roble asomó un hombre farol en mano. Miraba como un hidalgo pero vestía igual que un mundano mercader de abastos.

Soy Blas de Yrizar. ¿Acuden a ver a las muchachas presas por esas locas acusaciones de€?, preguntó el síndico con un tono que pretendía restar importancia a los cargos.

Maese Alvar comprobará si las acusaciones poseen fundamento -interrumpió el del hábito-. En caso de que el Maligno se pavonee por estas calles y campos, lo sabremos a ciencia cierta. Sin duda, afirmó el fraile poniendo la mano sobre el hombro del oficial como quien acaricia el lomo de un mastín. ¿Dónde podemos tomar posada? ¿Quizá bajo estas mismas tejas?, inquirió desparramando la mirada y mostrando la tonsura. La bruñida coronilla del religioso brillaba como la hoja de un hacha.

Les acomodaré cama y plato€ Espérate. ¡Tu eres Juan! El hijo de la pequeña de los señores de la torre de Muntsaratz, en Abadiño. Creciste aquí mismo, balbuceó el síndico a la vez que iluminaba de cerca el rostro afilado del monje.

El fraile aguantó con la cara al frente a pesar del resplandor y el calor que desprendía el farol. Percibió el singular olor del aceite de ballena al arder. Casi lo había olvidado. Hacía muchos años que profesara su compromiso con la Orden allá en Aránzazu. La Providencia quiso conducir sus pasos posteriores hasta el convento del Abrojo, donde alcanzó la dignidad de Guardián. Cuando Carlos I hubo de asistir a las Cortes de Valladolid decidió dormir en ese mismo monasterio. Y se quedó durante la Semana Santa entera. El emperador, flamenco de nacimiento, se manejaba en un castellano brusco y descoyuntado "que semeja el que hablan algunos vizcaínos" según se comentaba a orillas del Pisuerga. Quizá por esa razón, trabó cercana amistad con el fraile de Durango, que lo entendía bien, e impulsó su carrera clerical. Inmediatamente, lo nombró Visitador de Navarra y le encomendó acabar con la brujería allí y en Vizcaya.

El síndico Yrizar ignoraba que tuviera ante sí una persona tan próxima al primer hombre del Sacro Imperio. Como colación antes de acostarse en la misma cámara, les calentaron potaje de habas secas con nabitos que traían al mercado desde la cercana Nabarniz. El mocetón, cansado por el viaje en mula desde la última posta de Vitoria, roncó como un jabalí. El escribano peleó contra su propia digestión. Fray Juan oró monótonamente hasta bien entrada la madrugada. Después acogió un sueño ligero pero reparador, de los propios en vísperas de gran labor. Le asaltó alguna duda que le impidió siquiera soñar con que muy pronto le cargarían con la responsabilidad de Obispo y Protector de Indios; o que él mismo, junto a Juan Cromberger, sería quien montara la primera imprenta del Nuevo Mundo.

Tras el canto del gallo se dieron agua helada en la cara y se sentaron en los taburetes del mismo comedor. El síndico en persona les puso panes tibios de centeno, cuencos de leche caliente, miel y tajadas de tocino asado sobre la mesa. Parecía que Yrizar temiera que sus invitados rozaran con las mujeres de la casa. El hidalgo señaló las piezas de carne de cerdo como queriendo subrayar que ni rastro bajo aquel techo de judíos, moros o conversos. Mandó a un criado que trajera al alguacil de la Villa, en cuya cárcel custodiaban a las muchachas que acusaban de endemoniadas. Le esperaron en el mismo portal. Los tres en pie frente a un banquito vacío. Empezarían allí. Si fuera preciso, maese Alvar tomaría la herramienta que portaba en las alforjas de su acémila y se trasladarían a las mazmorras.

A los pocos minutos, el alguacil compareció con gesto apesadumbrado, embozado tras una gran barba negra. Calzaba zuecos embarrados y le colgaba al cinto un espadón ancho y viejo. Vestía jubón de alguien que había sido soldado de a pie.

Soy Nuño de Agerre, señorías, encargado de la fuerza en esta villa de Durango.

Nada le respondieron. Fray Juan sabía que el silencio del inquisidor supone el primer suplicio en cualquier interrogatorio.

Esas mujeres, señoría, son gentes de bien. Ignorantes si se quiere. Ningún testigo de fe las ha visto en acto impío alguno. Solo las señalan habladurías de niños o de resentidos que desearon amarlas sin conseguirlo. Ni una sola prueba existe contra ellas.

El hombre sudaba como si le cargara delante toda la caballería de los nobles del rey de Francia o le hubieran puesto en el pecho las picas de una escuadra teutona. Tras permanecer callado largo tiempo, el eco de la voz del clérigo sonó en el portal igual que el sermón desde un altar.

Todo buen cristiano sabe que es culpable de algo. Toma conciencia de esa culpa si se mira el corazón con ojos puros. Estas muchachas, también. Solo es cuestión de tiempo que sepan de qué son culpables. Caerán en la cuenta.

El monje había leído del alfa a la omega el tratado De Superstitionibus de Martín de Andosilla y el aún más riguroso Contra vitia superstitionum de Denys van Leeuwen, conocido como Dionisio El Cartujano. Sabía de lo que hablaba. Y prosiguió.

Usted, maese alguacil, también soporta con pesar y sufrimiento su culpa. Aligérese de ella y muéstrese limpio a los ojos de los Santos y Apóstoles. Sea uno más entre nosotros. ¿Quiere confesión?

El alguacil palideció. Bajó los ojos. Apretó los puños. Inquirió con tono tembloroso.

¿Traigo la primera de las brujas a la silla?

Fray Juan asintió con un lentísimo movimiento de cabeza. Beatífico y sonriente, ordenó.

Proceda, hermano, proceda.