Cada día, al fielato de El Paso arribaban hombres y mujeres como ella, con sus bultos ajados, por docenas. A menudo, seguidos por una cuerda de niños de cabello rizado y brillante e inmensos ojos redondos. Muchos, descalzos. La mayoría, con los pantalones o las faldas colgando de una cinta anudada a tres dedos bajo ombligo. Habían perdido peso y se les había resecado el corazón encaramados al techo de un tren o caminando por senderos de coyotes. Heridos por los espinos y sedientos de agave.

Por esas fechas el calor azotaba El Paso. La línea entre México y los Estados Unidos. Entre la tierra y el más allá, sea el Cielo o el Infierno. Gobernaba una temperatura de horno moro. Hasta las chicharras callaban. Los lagartos esquivos buscaban la misericordia de la sombra bajo las piedras calcinadas. El asfalto se derretía hasta el punto de calcar el dibujo de los neumáticos de polvorientos pick-ups repletos de huidas. El viento había muerto. Ni siquiera circulaba una brisa agonizante. La mujer de la maleta aguantaba impertérrita en la cola, como si su cuerpo hubiera sido torneado en arcilla indígena.

El anciano regordete, el que cubría su cabeza con un enorme sombrero de palma sujeto sobre un colorido pañuelo mojado, se desplomó lentamente. Igual que se hunde una iglesia de tiempos remotos. Su familia no pudo sujetarlo en pie. Ni sentarlo. Como si estuviera cargado de mercurio, dio con todo en tierra y se desparramó. Un golpe de calor, dijeron. Le regalaron aire agitando ante aquella cara demudada un Sacramento Herald manchado con gotas de grasa de chicharrón. La columna avanzó mientras rezaban por el hombre una oración que mezclaba español criollo y yucateco. El sol fundía las palabras. Sonaban a quemado. A lata en el fuego.

Aquella maleta de la que los guardias no podían separar la vista había sido cerrada con dos cinturones de cuero que la oprimían. Abrochaba sus dos mitades un cierre de acero con un pestillo de presión. Brillaba como si lo hubieran abierto y apretado de nuevo miles de veces. Era un fardo rectangular, de arpillera ordinaria reforzada en los vértices, y en torno a la presilla, con cuero. Un cuero rudo, desigual, como de interior de zapato. La mujer la arrastraba sobre la gravilla ardiente sujeta por dos asas agotadas, como flecos de látigo, que hacía millas amenazaban con ceder. Aquel equipaje pesaba. Cualquiera diría que estaba cargado con plomo. Con miles de perdigones. Se deformaba con el costoso movimiento. Pero ni una sola gota de sudor corría por la frente de la mujer.

El policía de fronteras, grande y aburrido, clavó sus ojos azules de pestañas blanquecinas en el rostro de la mujer. Exigió la documentación con palabras en inglés que sonaban como fustazos. Su uniforme azul claro mostraba cercos de humedad por todas partes. Se secó la frente con un trapo arrebujado y levantó la visera de su gorra de plato con un dedo grueso adornado con un gran anillo dorado. La mujer le extendió un pasaporte temeroso.

El guardia moreno se acercó lentamente. Como los lobos cuando se aproximan a un ciervo herido. Disfrutaba sujetándose las manos en los correajes y caminando despacio dentro de unos zapatones negros.

—¿Algo que declarar, señorita?

Habló en ese español tejano que pierde las erres y huele a pólvora. Masticó el “señorita”.

—Nada, señor - respondió ella con su castellano tallado al sur del canal de Panamá.

Se escuchaba un zumbido interrumpido por frases fritas en los walkie talkie. Algo vibraba en un lugar cercano. El calor se pegaba al paladar. El sol se mostraba violento. Los autos parados se habían convertido en puras planchas de asador. La luz, demasiada, abrasaba la arena que flotaba en el ambiente y escocía al tocar la piel.

El policía usó la gruesa suela de su zapato para golpear la maleta con mucho cuidado. La hundió ligeramente en el bulto, que recuperó la forma original poco a poco. El armario rubio regresó con el pasaporte sellado y una mueca de pit-bull en la boca. Le colgaba, sonrosado, el labio inferior. Trataba de refrescarse soplando. Charló con el otro. Miraron el fardo.

—Deposite su equipaje en este mostrador y ábralo, señorita. Despacito - ordenó el de las erres gastadas. Esta vez sorbió la última palabra.

Ante el gesto contrariado de la mujer, ambos agentes se fueron poniendo los guantes de látex entre un dúo de chasquidos.

—No me obliguen a eso, por favor - suplicó ella.

El rubio sacudió dos palmadas sobre el mostrador, que retumbaron como campanadas, y señaló la maleta. Ninguno ayudó a la mujer. Solo miraban con interés creciente mientras se cruzaban los dedos de las manos cubiertas de látex blanco.

Con mucho esfuerzo, ella depositó el bagaje. Los cinturones se resistieron como si hubieran permanecido cerrados largo tiempo. Al soltarse, el bulto se hinchó ligeramente, como si algo en su interior hubiera podido, por fin, expandirse. Lo último fue la presilla del centro. Rechinó. Chasqueó. La tapita se levantó accionada por el muelle. El pestillo quedó a la vista. La mujer se detuvo. Miró a los guardias por si habían cambiado de idea. Pero no. Ella se retiró. Los hombres se aproximaron.

La maleta abrió su boca de tela. Exhaló un aliento a barro mojado, raíces de manglar, batata y hoguera apagada. Como las plumas de un colchón rasgado, comenzaron a flotar pequeñas escamas traslúcidas, pálidas, algunas grisáceas, otras pardas. Un remolino muy lento. Susurrante. De repente, surgieron voces de niños del fondo. Pedacitos de cordón de colores del que se usa para terminar las trenzas del cabello. Hojas secas. Pétalos. Mariposas deshidratadas. Trocitos de papel biblia plagados de letras minúsculas. Ahora olía a goma de borrar, migas de pan de maíz y llanto de anciana.

Todo, pulverizado, envolvió a los guardias. Les penetró con la respiración. No supieron qué hacer ni cómo reaccionar. Les invadió una melancolía profunda. Un pesar que carecía de explicación. Sintieron en el pecho el dolor difuso y permanente del desarraigo.

La mujer cerró de nuevo la maleta vacía, ahora liviana. Se la echó al hombro. Y caminó decidida hacia el norte. No pudieron detenerla. Se había desembarazado de todo su pasado. En ese momento corrió una brisa fresca que provenía del río.

Aquella maleta de la que los guardias no podían separar la vista había sido cerrada con dos cinturones de cuero que la oprimían