N el Estadio Olímpico de Berlín el cielo era de un azul infinito. La multitud aclamaba a los deportistas que lanzaban jabalinas. Y a los que corrían por la elipse de la pista. Recuerdo que hacía calor. El aire venía impregnado de perfume de mujer, tabaco de pipa, caramelo, corteza de naranja y pólvora. En 1936 todo olía a pólvora, aunque el resto de los aromas no nos permitía distinguir bien aún esa acidez inconfundible.

El público, numeroso, vitoreaba a los atletas subidos a los podios. Sonaban los himnos y los hurras. Deportistas de ojos brillantes y pieles tostadas por el sol sostenían coronas de laurel sobres sus cabezas y saludaban sonrientes. Podíamos llenar los pulmones con bocanadas frescas. Hierba recién cortada. Resina de cerezo. Flores abriéndose. Cientos de mirlos dibujando mil formas al salir de las copas de los árboles. El estiércol fresco. La piel sudorosa del caballo que tira del carro de los barriles. El pchussss de una botella de cerveza recién abierta. El lúpulo. La espuma. El cielo era de un azul infinito sobre el Estadio Olímpico de Berlín.

La gente también nos loaba a nosotros. Orgullosos de nuestros uniformes de marineros. Nuestras gorras inconfundibles. Las charreteras brillantes en las casacas oscuras. Habíamos ensayado la mirada decidida del lobo de mar. Éramos el orgullo de la Armada. El sable del almirante. Desprendíamos gloria. Rezumábamos victoria. Y todos se acercaban a por su gotita. Nos imaginaban cazando un crucero rival que estallaba al otro lado del surco de un torpedo.

Recuerdo bien las avenidas anchas flanqueadas por altos álamos de un verde sereno. Las muchachas caminando bamboleantes sobre las rayas de sus medias. Los cachorros correteando. Y el viento. El viento soplando desde cualquier parte con sus mensajes de tierra recién llovida, heno al sol, campo salpicado de amapolas, hielo deslizándose desde las montañas. El viento en los oídos. El viento en los párpados.

Ahora, lo más parecido es el silbido de las válvulas. Hemos navegado la última semana a profundidad de periscopio, a toda máquina, gracias a la salida humos y admisión de aire del snorkel. Sin emerger. A 18 nudos nadie se siente a gusto en medio del Atlántico. Somos 48 tripulantes. Contamos con 25 literas en los camarotes. Los 20 torpedos que cargamos van más cómodos que nosotros. Si el enemigo continúa acosándonos, bajaremos a cincuenta brazas de profundidad. Si no mejora el panorama, al doble. Hasta que los pernos crujan y el acero de 18 milímetros de espesor se queje.

Aquí únicamente los maquinistas se sienten como en casa. A ellos les da lo mismo embadurnarse de grasa y quemarse los manos luchando con la mecánica de un submarino que en las tripas de un cañonero. Los demás nos enrolamos en la marinería porque ansiábamos el horizonte sin límite, la brisa en la gavia y la estela burbujeando en popa. Todos hemos dormido en la cubierta de algún barco, con las estrellas sobre la cabeza. Todos nos hemos sujetado a los cordajes para que las olas de través no nos arrastrasen a la otra banda. Todos nos hemos acurrucado en la cofa para descubrir el amanecer.

En el vientre del U-159 no existen estrellas. Ni olas. Ni amaneceres. Un cilindro de metal carente de ojos de buey. Un máximo de 65 metros de eslora. Una punta que no alcanza los cinco metros en la zona más alta, la central, que se divide en compartimentos. Fuera de este casco de presión, los tanques de combustible y de lastre. Más allá, el mar, negro, opresivo, helado.

Dentro, el rugido de los dos poderosos motores diésel. Los MAN generan empuje, calor, humo y un ruido desesperante. El tufo a lubricante quemado aguarda tras cualquier portilla. Con suerte, gozamos de treinta grados de temperatura dentro. Cuando se fuerzan las bielas, cerca de cincuenta. El agua dulce está racionada, durante la patrulla resulta imposible lavarse.

Chocamos unos con otros. Chocamos con manillas, focos, ruedas, escotillas. Tropezamos con mangueras, tubos y cableados. A las tres semanas ya no sabemos si lo que nos cubre es sudor o gasoil. Comemos salchichas, bacalao seco y patatas. Todo sabe igual. Agradecemos un dedal de schnapps. Tras el primer mes, es complicado distinguir la vigilia del sueño. La sirena que nos reclama en nuestros puestos, y las luces de alarma, forman parte de la materia de las pesadillas. Dormimos en literas calentadas por otro.

Las cargas de profundidad chocan contra la lámina del mar con un chapoteo inocente. Siempre deseamos que floten. Pero se hunden con un siseo. A una velocidad constante. Las sentimos. Y explotan. El océano a nuestro alrededor cambia de densidad y textura. Nos agita como un hielo al fondo de una copa. El U-159 chirría en cada junta. Emerger es una locura. Los aviones de caza aguardan. Ametrallar un submarino entre dos aguas presenta la misma dificultad que arponear una foca preñada en la orilla. Coser y cantar.

En inmersión usamos los motores eléctricos Siemens-Schuckert-Werke. Los novatos se tranquilizan porque no producen tanto calor, ni ruido, ni humo. Cambian de ánimo cuando alguien les explica que si las baterías se mojan originan una nube de gas cloro que quema las mucosas y revienta los pulmones. Si nos sucede, no seremos los primeros.

Con el tiempo hemos aprendido que en un submarino jamás se producen motines. Pero tenemos que vigilarnos unos a otros. Sobre todo a partir de que surja el primer afectado por blechkoller, el síndrome de la lata de sardinas. Nadie se quiere rebelar. Solo desea acabar de una vez. No lo soporta más. Aprovecha el mínimo instante para colgarse de un tubo con una correa. Lo hace oculto tras un saco de patatas podridas. O cubierto por la pestilencia de uno de los dos retretes.

Desde ese momento, todos sabemos que cualquiera puede tratar de abrir los sifones del lastre o activar un torpedo en el pañol de proa. Sin ánimo de dañar la embarcación o a los camaradas. Solo por acabar. En nuestra anterior singladura, el capitán Krugg reunió a la tripulación y se disparó en la boca con su Walter reglamentaria. El coraje le alcanzó para pegarse dos tiros. Es lo que provoca el blechkoller. Jamás se trata de revueltas o peleas. El stabskapitänleutnant Müller se degolló con su puñal del uniforme de gala en la sala de oficiales.

Envolvemos los cadáveres con una mortaja embadurnada en grasa para rodamientos, los lastramos y los evacuamos por los tubos de lanzatorpedos. Es importante cargarlos bien de peso. Se deben hundir. Si los cuerpos flotan, marcan nuestra posición a los aviones de reconocimiento. Y estamos perdidos.

Hemos tenido que derribar a culatazos al marinero Schmitt cuando trataba de abrir la escotilla de la torreta cuando el contramaestre asegura que navegamos a ochenta brazas de profundidad. El blechkoller se extiende. Chapotean las cargas de profundidad. El siseo siempre empeora la situación.

Sobre Berlín el cielo debe conservar su azul infinito. Recuerdo el estadio cuando la Olimpiada de 1936.