RA el momento de tomar una determinación. Con las calles vacías y cientos de miles de personas refugiadas en sus casas, internadas en los hospitales o pendientes de incineración, los gobiernos lo habían dejado todo en manos de la ONU. Y la ONU, en manos de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

Algunos países habían tratado de hacer la guerra por su cuenta. Nuestro sistema político, distinto, nos preservará, dijeron unos. Nuestro entramado sanitario se convertirá en la más fiable trinchera, argumentaron otros. Somos una isla, nuestros acantilados siempre nos han mantenido al margen, esgrimieron aquellos. Dios, el Verdadero, es nuestro salvador, repitieron estos. Todos colapsaron y terminaron retornando al redil después de haber saturado las morgues y ampliado los camposantos.

Pasó la fiebre del papel higiénico, el ansia por la cerveza y la pelea por la harina refinada de repostería. Y amaneció el día en el que el combustible para los crematorios se había convertido en el producto más preciado. El virus ganaba batalla tras batalla.

La OMS articuló una estrategia a medio plazo. Organizó grupos científicos transnacionales por especialidades. Eran las divisiones de un gran ejército convencido de plantar cara a aquel enemigo invisible sin dar un paso atrás. Cada dos semanas, portavoces de los grupos tomaban parte en una macroconferencia virtual, tal y como mandaban los cánones del confinamiento.

Una docena de hombres y mujeres cuarteaban con sus rostros ojerosos y sus batas azules, verdes o blancas, las pantallas de los ordenadores mediante los que se intercomunicaban en inglés.

La doctora Hilde Larsson, del Grupo de Vacunas, expuso la situación. La secuenciación del genoma del virus había permitido explorar distintas vías que aún no habían alcanzado un destino concreto. Los experimentos con suero extraído de la sangre de supervivientes permitían albergar esperanzas, aunque se encontraban en una fase muy incipiente. Las protovacunas diseñadas siguiendo la pauta que funcionó con el SARSr-CoV (Severe Acute Respiratory Syndrome-related Coronavirus) daban resultado en murciélagos; sin embargo, en humanos carecían de efecto. De momento, demasiados callejones sin salida.

El catedrático Jelani Igwe, del Grupo de Tratamientos, se mostró ligeramente más optimista. Ciertos inmunodepresores empleados con las personas que vivían con órganos trasplantados frenaban las fases más virulentas de la infección, que se habían determinado generadas por una reacción del propio organismo de los enfermos. Eso mejoraba los pronósticos en un 60% de los casos graves. En etapas menos avanzadas, compuestos basados en la cloroquina, la hidrocloroquina o el remdesivir permitían augurar el establecimiento de tratamientos eficaces en un 75% de los enfermos. “Algunas cepas aún se nos resisten, queridos colegas. E ignoramos la razón. Seguimos en la lucha minuto a minuto”, zanjó Igwe.

La bióloga Lawan Pranarat, del Grupo de Pensamiento Lateral, fue la última en intervenir. Lo hizo sin prólogos ni saludo. Con gesto preocupado.

—Hace cuatro mil millones de años que la vida comenzó en este planeta. En un medio ambiente que cuesta imaginar, se formó una molécula integrada por una cadena simple de ribonucleótidos: ribosa unida a un fosfato y a una base nitrogenada, que podía ser adenina, guanina, citosina o uracilo. Poseía la capacidad de replicarse. Tras millones de vueltas de la Tierra alrededor del Sol, una de esas cadenas de ARN se protegió con una fina membrana, quizá de un lípido. Siguió multiplicándose. Mutaba a menudo porque su propia esencia es inestable. En miles de años varias cadenas se asociaron, cambiaron, se complicaron, se volvieron más estables, más extensas. Así nació el ADN. Después las células procariotas, más tarde las células eucariotas. La vida siguió sofisticándose de manera acelerada.

Bernard Lefevre, el mando único de la OMS para la lucha contra la epidemia, carraspeó desde su cuadrante de la pantalla:

—Señora Pranarat, comprenderá usted que no podemos perder el tiempo ahora con clases de introducción a la biología general. Eso lo dejamos para las universidades y los trabajos de graduación.

Lawan Pranarat no se alteró. Mantuvo el mismo tono. Como si Lefevre no existiera o su relevancia fuera nula. Siguió.

—El ADN mantiene cautivo al ARN y lo emplea en sus procesos de replicación. Gracias a ese ARN preso del ADN nos reproducimos todos los seres vivos. Excepto unos. Los virus de ARN. En su seno, el ARN sigue siendo aquel pionero que originó la vida hace cuatro mil millones de años y fue rey de la creación a lo largo de otro puñado de cientos de millones. Los virus de ARN llevan luchando contra el ADN desde que este se formó y originó sus células complejas y cada vez más grandes. Esa pelea continúa.

Lefevre dio una palmada en su ordenador.

—¡Ganaremos la guerra, señora Pranarat! Puede usted estar segura.

La bióloga, con su cabello estirado y recogido en un moño negro sobre la coronilla, frunció el ceño.

—No somos tan importantes señor Lefevre. No somos generales, ni siquiera soldados. Solo somos el campo de batalla.

Se hizo el silencio. Tras unos interminables segundos en los que ningún rostro se movió y únicamente se escuchaba el zumbido de la electricidad estática en los micrófonos, el mando único de la OMS insistió.

—El ADN se impondrá a ese primitivo ARN, señora Pranarat. Siempre lo ha hecho.

Lawan Pranarat respondió.

—Tres puntualizaciones, señor Lefevre. Primero, el ARN es sencillo, no primitivo. Segundo, el ADN no siempre ha ganado. Tercero, puede que, para ganar, el ADN decida ceder terreno y se retire de este campo de batalla.

Bernard Lefevre apagó su ordenador.