tODAS las moscas nos parecen iguales. Nada más falso. Existen decenas de especies. Cierto que en algunas latitudes hay variedades de insectos que parecen moscas y no lo son. Mientras que, en otras zonas, las moscas se disfrazan de abejas o avispones. Con el tiempo, me voy dando cuenta de las pequeñas diferencias que identifican a unas y otras. Ya no fallo.

Dejo a un lado las mosquitas de la fruta. Son solo minúsculos puntos negros que se agitan en el aire cuando alguien toma una manzana reblandecida. O cuando se agita un racimo de uva que empieza a generar el inevitable charco de almíbar. Esas se escandalizan por nada, forman enjambres nerviosos que se posan aquí y allá sin intención aparente desperdiciando instantes fundamentales en sus cortísimas vidas.

Las lucilia me apasionan. Parecen minúsculos robots de metal bruñido. Con sus enormes ojos compuestos casi rojos y el cuerpo de un azul o un verde irisado. Las dos alas transparentes y escamosas, rápidas, incansables. Vuelan quebrando las solicitudes de la gravedad. Se desplazan con un zumbido leve, forzando los cambios de dirección en ángulos increíbles. Todas sus acciones poseen un propósito. No se posan en ese azulejo para descansar o frotarse las patas como si estuvieran rezando sin más. Qué va. Esa parada forma parte de un complejo plan, inextricable, que cada una desarrolla con paciencia. Y no las detienen los palmoteos o el manoteo ciego. Saben capearlo. Perseveran. Quizá retrocedan al anterior azulejo, pero es solo para andar el camino de nuevo. Siempre regresan. Con vuelos cortitos y más silenciosos. He llegado a distinguir el momento exacto en que una lucilia me mira. Me falta muy poco para empezar a adivinar qué piensa. O al revés.

Las moscas perciben con todo el cuerpo. Resulta difícil de entender hasta que conectas con ellas. Poseen sedas y pelillos con los que saborean, huelen, sienten y detectan movimientos. Esos pelos pueblan la cabeza, el tórax y el abdomen. Además, llegan a saborear con las patas: cuentan con una especie de peculiares papilas gustativas en el extremo de cada pata que les indica si caminan sobre comida y si esa comida les resulta especialmente agradable. O si pasea sobre una superficie tóxica o peligrosa. Un cerebro capaz de procesar toda esa información es imposible que sea primitivo o simple. Se trata de una cascada de estímulos cada instante. Las moscas son seres poderosos dotados con una mente superior a todo lo conocido.

Las moscardas alcanzan un tamaño ligeramente mayor. Sus ojazos son anaranjados, como mandarinas enanas. Su cuerpo recuerda el color y la textura de la cáscara de un minúsculo cacahuete, adornado con rayas y bandas oscuras. La mayoría de las variedades de moscardas no depositan huevos. Se comportan como madres amorosas que transportan su puesta pegada al vientre hasta que las larvas eclosionan. Ponen en riesgo la propia vida por cuidar la prole. Los huevos entorpecen los desplazamientos de la moscarda madre y la vuelven vulnerable hasta el momento en que va dejando las larvas una a una. Conozco bien a las moscardas. Su comportamiento es más directo y menos sofisticado que el de las lucilia. Jamás se muestran en enjambres como las mosquitas de la fruta. Les dan vergüenza los gregarismos. Las larvas de las moscardas alcanzan su madurez en menos de un día. Después, se entierran en la materia que las rodea; cuando están listas para la fase adulta, buscan la luz y vuelan. He visto cómo lo hacen.

Al principio me molestaban. Me sentía hostigado. Atribulado por las moscas. Hasta que las fui entendiendo. Ahora deseo que vengan. Las siento caminar sobre mi piel. La saborean hasta que detectan el punto exacto. Las moscas carecen de mandíbulas. Son incapaces de morder. Para ellas es una utopía arrancar un microscópico pedacito de tejido que, por otro lado, tampoco podrían digerir. Me pregunto si podrían alzar el vuelo con peso supletorio. A lo mejor una gran moscarda sí podría. Son fuertes. Una lucilia en ningún caso. He conocido lucilias coquetas, de zumbido insinuante y contoneo aéreo. Lucilias que miraban con sus ojazos fijos y el cuerpo brillante. Lucilias que se paseaban lentamente sobre mí, saboreándome, sintiéndome.

La relación que mantenemos los cadáveres con las moscas es así de particular. Intimamos. Porque, aunque ellas no puedan morder, las larvas, ciegas, no hacen otra cosa. Las moscardas, sarcophagidae en latín, dejan sus larvas, tiernamente, por todas partes. Mientras, las lucilia introducen sus huevos en los lugares oportunos, a la espera de eclosión. Esta es la parte de material de nuestro quid pro quo. La que genera pavor y asco en los vivos.

Pero un cadáver como yo prefiere centrarse en el aspecto espiritual de nuestra entente. Las moscas poseen la facultad de extraer nuestros recuerdos. Lo hacen involuntariamente. Mediante esos pelillos sensitivos con los que conectan con todo su entorno. Es como si sus cerebros poseyeran un extraño magnetismo. Almacenan fragmentos de la memoria de los cuerpos y los evacuan volando. No sé decir a dónde. Ni con qué finalidad.

Algunos son recuerdos conocidos. Los que nunca borramos. Otros, los más maravilllosos, son los ocultos, los que creímos perdidos. Esa caminata en el tórrido anochecer del verano, desde la fuente del camino sembrado de luciérnagas hasta el portal del establo; muge una vaca atada al poste; tu abuelo lía lentamente un cigarro de picadura que prenderá con un chisquero de piedra con su mecha amarilla colgando. ¿A qué olía la piedra al ser frotada por la rueda dentada? ¿Y la mecha al arder sin llama? Lo que dijo el abuelo secándose la frente con un viejo pañuelo.

Todo eso volverá a ser realidad por un instante cuando me caminen las siguientes moscas. Después se perderá en el aire. Con un zumbido.

No matéis las moscas. Pueden estar llenas de recuerdos. Dejadlas en paz. Las echaréis de menos.