Las cucarachas y las ratas producían ese siseo, ese crujido, inconfundible al huir del haz de luz de la linterna. El chirrido de los goznes oxidados, agarrotados, sonó como el lamento agudo del hierro torturado. Con la puerta abierta, la cripta mostró, al fin, sus fauces desdentadas.

Los hombres caminaron tras la luz. Descendieron por unos escalones que se desmoronaban hasta convertirse en una rampa de escombro blando. Las botas resbalaban continuamente sobre una película viva de moho, liquen, y algo más, que todo lo embadurnaba.

-Deja la literna, Luis, que te vas a descalabrar como patines. Pongámonos los frontales encendidos en la cabeza. Dale a grabar, Montse.

El tipo al mando era el forense. Le acompañaban un agente judicial, la técnico audiovisual encargada de registrar la exhumación del cadáver y un policía de la unidad especial de inspecciones subterráneas. Debían sacar el cadáver del general de donde se encontraba sepultado, en lo más profundo del mausoleo.

Corría un arroyo muy por debajo de sus pies. Se escuchaba el rumor sordo, casi desesperado, del agua atrapada en las entrañas de aquella inmensa mole de caliza y granito. Sobre las cabezas de la comitiva, el líquido se escurría poco a poco; unas gotas gruesas, sucias, pesadas, que estallaban contra el gastado suelo con un quejido grave. Se trataba de un fluido colorado y pestilente.

-Por aquí debe haber un manantial de agua ferruginosa. Filtra por todas partes. Y, además es sódica y sulfurada la condenada- señaló el poli con una risotada.

-Huele como el infierno, a col podrida. Además, está templada. ¡Qué asco!- indicó la camarógrafa arrugando la nariz.

-Son aguas termales. Salen de las jodidas tripas de la tierra- remachó el uniformado.

Las paredes del corredor, mitad roca mitad mampostería mal trabada, parecían respirar un vaho extraño. Exudaban su fluido rojizo y pestilente. Huellas y excrementos de alimañas asomaban al paso de la luz fría y blanca de las lamparillas de led. También se veían grafitis arañados con punzones en la piedra: Damián García-Badajoz-1941. Y Pedro, de Rasines; Juanma, de Langreo; Antón, de Lesaka.

Una procesión de sapos asustados, una banda de murciélagos insomnes y una especie de salamandra, gruesa y parda, que ninguno fue capaz de reconocer, se cruzaron en su tránsito a la sepultura.

El féretro, minúsculo y herrumbroso, se sostenía sobre una peana de basalto negro muy pulido. A su lado, en un galán de noche, un uniforme de general de todos los ejércitos, con fajín, condecoraciones y gorra de plato. Cada prenda, descolorida y apolillada hasta el forro. Unos zapatos negros de cordones, enmohecidos y medio devorados por las ratas. Y varias banderas desvaídas cubiertas de telarañas.

El forense miró unas fotos en la pantalla de su móvil. “Este es, no hay duda. Lo cogemos entre dos, y a la calle, que no hay quien aguante aquí”, ordenó. El agente judicial hubiera jurado que la caja era de aluminio. Y que iba vacía. Cada vez olía peor. Las paredes clamaban nombres que no habían visto en el descenso: Frutos, de Sepúlveda; Julián, de Águilas; Marcial, de Arnedo. Y más.

Cuando alcanzaron la luz del sol, el anciano de la barba blanca permanecía sentado en los peldaños de acceso al mausoleo. Ninguno se explicaba cómo el viejo había superado el cordón de seguridad.

-¿Sabéis que el cabronazo se hizo enterrar con algunos de sus oficiales y soldados muertos en la guerra? ¿Y también con los otros? ¿Con los que cayeron por hacerle frente? ¿Lo sabéis?- preguntó el nonagenario con voz quebrada.

-Cumplimos órdenes, caballero. No estamos aquí para saber- replicó el forense.

-Vengo a sentarme en este mismo lugar cada noche desde hace 30 años. Compré una casita a pocos kilómetros. Acudo invierno y verano a esta montaña. Porque mis compañeros muertos me lo contaron. Puedo oírles. Y yo espero el día para unirme a ellos. Los espíritus de los que están pudriéndose en el osario se apoderan del general cada noche. Le hacen revivir batallas y fusilamientos. Cada amanecer es él quien muere de nuevo: ahogado en el Ebro, acuchillado en Guadalajara, destrozado por la metralla en Durango. Vive cada una de las muertes. Por eso aguardo que llegue mi hora, para poder volver a formar parte de la Brigada y dispararle con mi fusil polaco- explicó el abuelo.

Lo apartaron con paciencia. Intercambiaron miradas de lástima. Lo dejaron con un guarda.

El forense pidió al policía que procediera cuidadosamente con la palanqueta, mientras el agente judicial levantaba acta. Repasó de nuevo las imágenes de su móvil. Los embalsamadores habían hecho un buen trabajo con el cuerpo del general: mostraba un rostro sereno, los brazos estirados junto al tronco, las piernitas rectas.

La tapa del féretro cedió al fin. Y gritaron. El excombatiente de la barba cana se giró; sonreía.

La momia tenía los brazos cruzados delante de la cara, con los dedos crispados. Detrás, la boca abierta en un alarido mudo. Los ojos, con las cuencas vacías y los párpados separados. Las piernas retorcidas. Era la encarnación del miedo. El espanto embalsamado.

-No es posible- acertó a musitar el forense.

Repitió la misma frase cuando Montse le mostró la grabación. Aparecían nítidas, silueteadas por un destello incoloro que no habían percibido en el lugar, las figuras de soldados acampados en torno a la peana de basalto negro.

Limpiaban sus pistolas y afilaban las bayonetas. Como cada jornada. Pronto se harían de nuevo con el general.