BRASADA por los implacables círculos de luz que vomitan los focos, la cantante se sujeta al mástil del micrófono con las dos manos. Tras los naufragios hallan marineros atados a la mesana para que no se los lleve la tormenta. Ella contonea levemente lo que queda de su cuerpo, un derrelicto más, sacudido por los restos del oleaje invisible. Lo único que impide que levite es la peana del micro. Se sostiene en pie sobre unos tacones de aguja que se clavan en sus talones. Mantiene cerrados los párpados de betún, trabados por el cordaje de unas pestañas maquilladas con alquitrán. Huele a salitre.

Desde la oscuridad, tartamudea la batería. Cloquea el contrabajo. Se desgañitan las guitarras. La sección de metales llama a la danza, con la voz preocupada del trombón de varas, que es un contramaestre, exigiendo prudencia en la maniobra. El tema rompe amarras con un vigor que separa los párpados de la cantante. Ya navega a todo trapo. El fraseo desgarrado que mana de lo profundo de la garganta, quizá desde más adentro, barre el aforo como una borrasca del Mar del Norte.

Nadie resiste. Corean la letra que les empieza a anegar. Partidas las anclas que les fondean al mañana, se dejan mecer por la corriente como tablones arrancados de la obra muerta de un buque fantasma. El paroxismo se apodera de los asistentes al concierto. Son ondas. Silban. Braman. Aplauden. Un tifón de brazos sube, baja y traza círculos. Las parejas sudan y se besan. Quienes no se conocen, también. Algo en la vibración de las palabras que brotan de los altavoces posee el don de sintonizarlos entre sí. Bailan abarloados.

Ocurre cada vez. La cantante desgrana un repertorio que no es otra cosa que el aparejo desmadejado de su propia vida. Las velas se vuelven harapos cada noche. Minuto a minuto, se va consumiendo ante los ojos de sus devotos. Como un salmón abierto en dos lomos colgado en el secadero. Como los arenques destripados expuestos al sol y el viento. Por eso alarga la mano sarmentosa en la que le sujetan una copa tras copa. Ron con Coca Cola para empezar. Bourbon con soda. Escocés con hielo pilé y agua. Los músicos conocen el repertorio de canciones. Su asistente, el de vasos.

Tras el último redoble de platillos, cuando la brisa sostiene aún el cascabeleo, la maga busca la sombra que promete frescura. Más allá de las bambalinas. No habrá bises. Jamás los hay. Aunque aúlle la tropa. A pesar de que silbe el mundo entero. Quisieran que ella se inmolara sobre el escenario bautizándolos con su sangre. La cantante se bambolea a cada paso como un marinero viejo con las rodillas arqueadas. Al ritmo de una milonga de taberna. Se derrumba en el camerino. Exhausta. Descuadernada. Con la quilla astillada por un arrecife sin fin. Toma la última copa. Y luego, otra. Hasta que dan lo mismo las corrientes, el rumbo y la maniobra. Timonea la derrota en medio de una niebla dulzona que amortigua los ángulos para que dejen de cortar. Los faros de los acantilados se apagan. Resta embarrancar. Sin alharacas. Pausadamente. ¿Quién guarda las cartas de navegación?

Dos noches después, la cantante vuelve a ponerse frente a los focos abrasadores. La ceremonia se repite. A nadie se le escapa que ella merma. Pero las cuentan crecen. Eso es lo que importa. Business is business. Todos desean decir que estuvieron en su último concierto. La voz posee cada vez mayor embrujo. Magnetica. Estupefaciente. Adictiva. Dos noches después, como cada una, embarranca de nuevo. Show must go on.

La acompañan al centro sanitario. Ella observa la tapia que rodea la clínica. Hacia afuera brillan las losas idénticas de caliza, muy pulidas. Por dentro, sillarejo mampuesto sin rasear. En el jardín interior de la tapia crece un magnolio frondoso, salpicado por grandes flores blanquecinas que se dirían enceradas. Tocan sus ramas las de un polvoriento platanero que sobrevive en el aparcamiento exterior. Pero la gente se sienta bajo el platanero, acompañada por el parloteo de las cotorras verdes. Nadie se aproxima al magnolio, que vigila un gavilán desde el tejadillo cercano. La cantante no se internará. Prefiere las cotorras, el platanero y el ajetreo del aparcamiento, a la vigilancia rapaz.

Solo ella intuye la causa de su malestar. Las canciones, jamás supo muy bien la razón, brotan en su interior. Como si la habitara un manantial a veces sulfuroso, otras dulce y a menudo de agua roja de hierro. Los versos se aparecen ante sus ojos como por encanto: rimados, pulidos, exactos. Es algo automático. Incontrolable. Acontece durante los traslados. O le sobresalta mientras dormita, porque jamás alcanza el sueño profundo.

Las melodías se le dibujan en alguna parte entre el corazón y el vientre. En un pentagrama de venas y tendones de la que se suspenden negras, corcheas y fusas. Al interpretarlas con toda el alma, olvidada la mesura de los ensayos, siente que esas notas vuelan de su cuerpo, arrancando pequeños trozos de carne. Imperceptible cada uno. Cientos de anzuelos la desgarran al son de cada tema. Ganchitos que vuelan con minúsculas partes de sí misma. Son miles cuando se suma todo el repertorio. No lo ven, pero ella se consume. Rellena los huecos con el licor que, además, cura las milimétricas cicatrices. De este modo sigue. Al final de cada actuación, el vacío crece.

Los poetas prefieren las naves hundidas a aquellas que navegan ajenas a la voluntad del viento y el dictado de las mareas. El de la cantante fue un naufragio diario. Sin posibilidad de achique. Sin rabiza al agua. Sin parches en la línea de flotación. A demasiadas millas de cualquier dique.

El último fue el concierto más grande. Una pleamar de luna llena. Los muertos hubieran bailado. Los focos eran soles. Los anzuelos ensangrentados volaron dulces, sulfurosos, oxidados por la vida. La cantante se consumía como una muñeca de cera sobre un brasero. Se contoneaba con la cadencia del contrabajo. Su voz llevaba carne. Literalmente.

Todos pudieron ver cómo, de repente, las luces atravesaron su cuerpo. Era una especie de pompa de jabón con forma humana cubierta por el maquillaje, la peluca, una camiseta de lentejuelas y la minifalda. Clavada sobre sus tacones de aguja. Sujeta al mástil del micro. Fraseó por última vez. Osciló las caderas. Y desapareció. Se evaporó.

Las autoridades lo llamaron sugestión colectiva. Nunca localizaron el cadáver. La mayoría conservamos una cachito pegado a la piel.

Show must go on.

No habrá bises. Jamás los hay. Aunque aúlle la tropa. A pesar de que silbe el mundo entero. Quisieran que ella se inmolara sobre el escenario bautizándolos con su sangre

A nadie se le escapa que ella merma. Pero las cuentan crecen. Eso es lo que importa. 'Business is business'. Todos desean decir que estuvieron en su último concierto