Para los viajeros que aguardan las vacaciones de Semana Santa como una oportunidad de oro para viajar y descubrir destinos lejanos e increíbles, les proponemos tres opciones que, de bien seguro, les conquistarán. Pasear por las calles adoquinadas de Praga, impregnarse del magnetismo histórico de Dublín, o disfrutar de atardeceres de película en Croacia, son excusas suficientes para resetear del día a día y regresar a la rutina con más fuerza.

Dublín: arte de día, pubs de noche

Dividida en dos extremos por el río Liffey, la capital de la República de Irlanda ofrece un valioso patrimonio cultural y una atractiva oferta de ocio nocturno. En cuanto a arquitectura religiosa, destacan sus dos catedrales, la de la Santísima Trinidad y la de San Patricio. La biblioteca del Trinity College, por su parte, presume de ser la más grande del país, con una impresionante colección de manuscritos. Otro de los récords se lo lleva el Phoenix Park, considerado el mayor de Europa.

Los bares de Dublín son un referente de la ciudad Foto: Pixabay

En pleno casco histórico se erige el Castillo de Dublín, fortaleza militar, residencia real y antigua sede del régimen británico en Irlanda. A su alrededor se despliegan los jardines de Dubh Linn, que albergan el estanque negro o black pool que dio nombre a la ciudad. Pocos sitios evocan la esencia irlandesa como la Guinness Storehouse o el histórico pub The Brazen Head, en el que los tragos se acompañan de música tradicional en directo. De cerveza también entiende el ajetreado barrio Temple Bar, que aglutina pubs, locales de conciertos y curiosas tiendas. Para enlazar con una propuesta artística, es recomendable recorrer la Galería Nacional de Irlanda, donde se exhiben piezas de Picasso, Monet o Yeats, entre otros.

 

 Praga, estrechas callejuelas y amplios monumentos

Uno de sus puntos más emblemáticos es la Plaza de la Ciudad Vieja. En torno a ella se articula el antiguo Ayuntamiento con su imponente reloj astronómico, el Palacio Kinsky reconvertido en Galería Nacional y varias construcciones religiosas como la Iglesia de San Nicolás o la de Nuestra Señora de Týn. En el pasado la urbe estaba protegida por una muralla con trece puertas, de las que solo se conserva la Torre de la Pólvora.

 En un primer viaje no puede faltar el Castillo de Praga, situado en lo alto de la colina Hradčany. Se trata de un recinto fortificado que aúna el Callejón del Oro en el que vivió Kafka, el Palacio Real y varios museos. De este complejo cabe resaltar la Catedral gótica de San Vito, que presenta una Puerta Dorada con un mosaico inspirado en el Juicio Final, la Capilla de San Wenceslao y otros tesoros de la corona checa. A los pies del Castillo se enmarca el barrio de Malá Strana, con coquetas casas antiguas, espacios verdes y el mirador más famoso de Praga en el Monte de Petrín.

 Otra parada indispensable es el antiguo distrito judío Josefov, que comprende un cementerio y numerosas sinagogas como la Vieja-Nueva o la Pinkas.

 

Praga, estrechas callejuelas y amplios monumentos Foto: Unsplash

Zadar, donde sonríe el astro rey

El director Alfred Hitchcock se enamoró de las puestas de sol de Zadar, y llegó a catalogarlas como las más bonitas del mundo. No en vano, esta ciudad costera que se baña en el Adriático es una fusión de playas doradas y retazos de varias civilizaciones.

La parte antigua está protegida por restos de una muralla, con la Puerta de Terraferma como uno de los principales accesos. En su interior todavía perduran restos como los del foro romano o la llamada Columna de la Infamia, en la que se ataban a los presos durante la Edad Media para someterlos a humillaciones públicas.

Zadar, un enclave costero que se baña en el Adriático. Foto: Unsplash

Los máximos exponentes de arquitectura religiosa son la Iglesia de San Donato -utilizada como sala de conciertos por su acústica privilegiada- o la Catedral románica de Santa Anastasia.

Zadar cuenta con una banda sonora única, la que produce un tramo de escaleras con agujeros que emite sonidos con el empuje de las olas. Esta experiencia se intensifica con una serie de paneles solares que juegan con la luz y dan lugar a estampas de vívidos colores al finalizar el día. El toque dulce lo pone el marrasquino, un licor de cerezas típico de la zona.