La Grand Départ de Euskadi será un pasaje que impregnará para siempre el imaginario colectivo vasco. El Tour ha convertido Euskal Herria en un punto de encuentro con la historia. Tatuado en la piel, cosido en el alma, celebrado en el corazón. La intersección amarilla de un sueño compartido. La expresión de un pueblo, en rojo, blanco y verde que venera el ciclismo, catedralicio el Tour. Más que una carrera, una celebración intergeneracional. Una fiesta pagana. Inolvidable.

El periplo de Euskal Herria se cerró con la victoria de Jasper Philipsen en el esprint de Baiona. Fue una celebración suspense. Se aplicó el VAR para resolverla. Los jueces revisaron la llegada con lupa después de que el belga alterara la trayectoria y cerrara un tanto a Van Aert, que fue quinto.

Los árbitros, tras someter el esprint a un exhaustivo análisis, determinaron que Philipsen era el vencedor. Validaron su triunfo con el sello oficial de la legitimidad. Las dudas sólo alcanzaron al esprint. El resto fue un remanso de paz sin aliciente para la general después del oleaje por tierras vascas.

Con el cierre del tercer capítulo del Tour vasco, en Baiona, comenzaron a apilarse los recuerdos de una experiencia inolvidable. Falta Félix. Nace Izaro. La vida. Acumula el Tour las postales felices de los días que nunca mueren porque perviven en el arcano de lo que somos. Un amor pasional. Insobornable.

Pogacar y Adam Yates, a su paso por Lekeitio. A.S.O. / Charly López

En Baiona, un ocaso tradicional en el Tour, vencieron símbolos como Lucien Petit-Breton, Octave Lapize o Jacques Anquetil, el salvaje Van der Poel colocó sobre la peana de la victoria a Philipsen, que dobló la resistencia de Bauhaus y Ewan. Van Aert, que sostuvo la mirada con Philipsen, agachó la cabeza después de que el vencedor le apretara contra las vallas.

Los esprints en el Tour, sobre todo si desembocan en curva, son una sucesión de milagros. Terreno para creyentes. Nadie salió dañado. Otro triunfo en una carrera de supervivencia.

La necesidad de la cantera

El peregrinaje hacia el primer esprint del Tour, comenzó en la calle Nafarroa de Amorebieta, donde la Primavera de la Klasika ofreció tantas flores años atrás a los ciclistas, ahora marchita la competición, se instaló la floristería del Tour.

La carrera francesa es un vergel de exuberancia. Con el Tour llueven pétalos amarillos para todos. El jardín del paraíso que es la Grande Boucle crece desde la tierra fértil, la que hay que cuidar y mimar.

El Tour necesita de la Klasika de Primavera para lucir su sol formidable. Conviene atender la cantera, la de ciclistas y la de carreras. No hubo David sin Miguel Ángel, pero tampoco sin el mármol de Carrara.

El escultórico Tour precisa la cantera. La cuida Tadej Pogacar. Tiene los pies enraizados en la tierra el esloveno, que viste de blanco, como el mejor joven, pero cuando posa en la escalinata del autobús lo hace como el rey que es, aunque de amarillo luzca Adam Yates.

El esloveno es el imán. Le canta la cuneta a capela. De los cristales tintados que dan privacidad, los altavoces escupen música de discoteca. Trap, regetón y máquina. La selección musical corresponde a Marc Soler. DJ del UAE.

Cuando Pogacar asomó en escena, después de que Yates paseara el amarillo, olía café. La espuma la puso la afición, que enloquece con el astro esloveno. Más aún cuando lanza camisetas al público. Es una rock star.

Pogacar, sin molestias

Se siente cómodo en su piel. También con la muñeca izquierda, todavía sostenida con tornillos y una placa. En los esfuerzos no le duele. No le molesta. Por eso ataca sin desmayo el esloveno. Pogacar teme a caerse, que no deja de ser una inquietud común. Sabe, empero, el esloveno que su talón de Aquiles está en la muñeca izquierda.

De Amorebieta, donde a Lawson Craddock, que lazó un irrintzi en el Guggenheim, le obsequiaron con una ikurriña Beñat, Alaitz, Peio e Irati, partió feliz Pogacar. Las sonrisas, la ilusión y el entusiasmo caían en cascada por las cunetas, teñidas de rojo, verde y blanco. La ikurriña como GPS por Durango.

El Tour se prendió de la costa vasca, un reclamo imbatible, con el día luminoso que siguió el perfil costero. Lekeitio, –que pudo ser la salida de ayer, pero no cabía el Tour–, Ondarroa, Mutriku, Deba, Zumaia, Getaria, Zarautz, Orio... La Capilla Sixtina de Euskal Herria es su paisaje. El flysch de Zumaia, el libro de la historia. La edad jugueteaba con la mar. Siempre sabia.

Powless y Pichon, en fuga

Las miradas del Tour coinciden en el punto de fuga de la costa, un horizonte de deseos. Circula la fuga, con el indomable Neilson Powless, haciendo grande su montaña, el maillot que honra, y el francés Laurent Pichon desde que se descerrajó el día en Amorebieta. Pichon era una carambola del destino. “Hubo cambios de última hora, y fui el feliz elegido para formar parte del equipo", expresó el francés.

Rodaron juntos Powless y Pichon ante la hipnótica, deslumbrante y monumental costa vasca, que llena la mirada de exuberante belleza, alterados los sentidos ante semejante espectáculo. Éxtasis en el acantilado.

Las curvas, bamboleantes, pura sensualidad, que recorren al borde de las montañas, que las bordan, perfilan el punto de fuga hacia la mar. Uno se imagina en un descapotable rodando el último fotograma de la vida entre los brazos de su arrebatadora belleza. El misticismo.

Donostia, que en la víspera fue el final, se convirtió en fugacidad. Un instante. Lo breve. Lo intenso. En el corazón de la capital guipuzcoana, otra vez celebrante, Powless y Pichon se despidieron.

El norteamericano había recolectado los puertos. Los había metido en su almacén de puntos rojos. A Pichon le quedó la carretera abierta y el petate de la aventura por delante mientras al fondo, los mejores disfrutaban de una ruta estupenda, buen tiempo y el clamor de la afición.

De Hegoalde a Iparralde

Ante semejante coctelera se tomaron la etapa a pequeños sorbos. Pichon, un veterano, saludó Iparralde a través de Hendaia. La voz cálida y animosa de su mujer se colaron en el oído del francés. Iba solo, pero llevaba a su familia con él. Irun era la última huella, inolvidable, histórica, de Hegoalde.

A Pichon se le acabó el metraje a cámara lenta. Tocaba la cámara rápida de los velocistas, al fin ante un destino reconocible en otros inicios de la carrera. Un escenario para los más rápidos y temerarios.

Philipsen y Pogacar observan el esprint repetido. Eurosport

Después de los finales nerviosos, del éxtasis y el alto relieve de Bilbao y Donostia, Baiona precisaba la coreografía del esprint, una locura. El ballet de la alta tensión. La velocidad disparada. Los jerarcas que promulgan su candidatura a París se arrullaron en los sacos terreros de sus compañeros.

Buscaban protección. Los guepardos soltaron su caballaje. Al fin libres. Protagonistas. En esa danza maldita, Van der Poel encarriló a Philipsen para la victoria con suspense en Baiona. Otro festejo en el Tour de Euskal Herria. Vivir para contarlo.