bilbao - La derrota. Perder. Perder va más allá de un combate, especialmente cuando el palmarés es inmaculado. Es la alargada sombra que nubla la disposición y el espíritu, la luz que ilumina cada nueva sesión preparatoria y el orgullo. Perder es alejarse de los objetivos, ceder un cinturón o caer en el ranking. Perder es acercar la victoria. Perder es el inicio del declive. Perder es el primer escalón de la ascensión. Perder es tener un mal día. Perder es saber que vendrán días mejores. Perder es entrar en alerta. Perder es el inicio de la reacción. Perder es conocer la humildad. Perder es alimentar el ego. Perder es embocar la depresión. Perder es estimulante. Perder es falta de preparación, de concentración o de fe. Perder es entrenar, es progreso, educar, corregir, centrarse, confiar. Perder es abandonarse. Perder es iniciar una carrera de superación. Perder no es dolor físico, es mental. Perder es alimentar el alma. Perder es volverse terrenal, recordar que el boxeo es cosa de humanos. Los humanos caen. Y se levantan. Jon Fernández bajó de los cielos para conocer su primera derrota profesional. Según la asimilación, habrá vencido.

Al boxeador, la primera derrota le aguarda en cualquier esquina. El miedo no es tanto el cuándo sino el cómo llegará, y qué huella dejará en el camino. Porque asimilar que llegará es estar preparado, es no verse sorprendido por el fracaso, más difícil de encajar. A Jonfer, a sus 23 años, le esperaba en el Firelake Arena de Shawnee, Oklahoma, en su decimoséptima pelea. Honor para el texano O’Shaquie Foster, el aspirante.

Foster fue Billy El Niño en el lejano oeste. Huidizo con el botín, el cinturón Mundial Silver WBC del peso superpluma (58,96 kilos) que defendía por primera vez el bilbaino. “Nunca he tenido problemas para pelear contra muchachos altos (180 centímetros Jonfer; 174 Foster); solo tengo que usar muchas fintas y mucho movimiento”, anticipó. Fue el ratón para el gato Fernández. Porque el de Etxebarri asumió su condición y fue demasiado fiel a su estilo, un gancho que entró por su gaznate para arrastrarle a la impaciencia, a la ansiedad por golpear. Jonfer trataba de cerrar el ring, Foster era un escapista, un Houdini de las dieciséis cuerdas.

Foster no mostraba inconveniente en hacer del combate un maratón. Llevar el pleito al décimo y último asalto. Debate de resistencia. Su precisión le amparaba. Las tarjetas le beneficiaban desde los dos primeros rounds. Su propuesta, ágil de piernas y cintura, armado por su técnico contragolpe, declinaba la balanza. Adoptada la inercia ganadora, Foster cedió la iniciativa con esquivas laterales. “Creo que voy perdiendo”, admitía Jonfer tras el cuarto asalto. Lo ratificaban las tarjetas. La dinámica no hizo sino acrecentar las ansias del bilbaino. La virtud del francotirador no es tanto la puntería como la templanza, el pulso en situación de máximo estrés. Jonfer, acostumbrado a agarrarse a su precisión, no conectaba. Proyectaba impaciencia. Mala compañera de cuadrilátero. Cantidad no es sinónimo de calidad. Foster, hijo del contraataque, encontraba la luz en el bosque de manos. Hallaba tesoros en la prudencia, en la paciencia, en los striptease que desnudaban a Jonfer al tratar de conectar.

“tenemos que meter ritmo” “Me dicen que tenemos que meter ritmo”. Tinín Rodríguez tocaba la corneta después del séptimo capítulo. “Mete marcha”, reclamaba el preparador del púgil etxebarritarra. Jonfer, obediente, se agarró a su corazón. Se cegó. Nubló su tino. Se ofuscó. Se rasgó las vestiduras, se lanzó a pecho descubierto. Sacó la metralleta. Al asalto. El abanico estratégico se iba cerrando; solo quedaba arriesgar tras verse frustrada su propuesta ofensiva. Entonces, doble ración de ataque. Doble exposición. Doble desnudez.

Hablan del valor espartano en el combate. Aunque su mayor recuerdo fue obra de una ardua defensa, las Termópilas. La eficacia de la falange hoplita, fundamentada en el compañerismo, en la hermandad para cerrar fisuras. Jonfer se olvidó de todo ello; Foster tapaba huecos con eficiencia y consiguiente devolución de nudillos. Jonfer bajó la guardia. Las fuerzas se destinaban a buscar el golpeo. La defensa, para los cobardes. El bilbaino quiso atropellar a Foster. Visceral. A la desesperada. En el octavo asalto cobró la factura. Fue un paredón. Jonfer se encaminaba al cadalso tembloroso de piernas, encajando peligrosos golpes con la izquierda de Foster, rítmico al compás del ataque de Jonfer.

Cuando se acerca el final de una guerra, unos buscan salir ilesos, porque las víctimas parecen ya intrascendentes. Ese era Foster. Otros quieren acabar con el mayor número posible de enemigos antes del armisticio. Jonfer fue de estos. Sin hacer presos. A esas alturas, encarrilada la recta final del combate, era el único atisbo de victoria. El nocaut. O al menos la promoción de la dignidad. Pero Foster aprovechó la necesidad ajena, la hambruna de golpes. Fiel a su plan, siguió ejerciendo de entrevistado en una entrevista. Respondió certero a los intentos de Jonfer por hallar soluciones. El de Etxebarri soltaba manos en cascada, pero se disolvían en la mar, ese amortiguador que son las esquivas.

Como Coyote y Correcaminos, a la caza y a la fuga para después emboscar, ganó Correcaminos. Foster. Productivo al aplacar al voluntarioso Jonfer, irreprochable en entrega y forma física, pero sin plan B. Entregado a la causa del orgullo. Disparó y disparó al bulto. 619 golpes al muñeco con un 16% de eficacia; el económico Foster lanzó 407, con un 36% de puntería. El acierto convenció a los jueces, que unánimemente ciñeron el cinturón a Foster. Triple 98-92 en las tarjetas. Sin discusión. Línea directa Bilbao-Texas. El título se queda en Estados Unidos. Foster deja un 14-2, 8 KO, en su currículo; Jonfer cuenta 16-1, 14 KO.

“Esto es el boxeo; hay que pasarlo”, le decía Tinín Rodríguez, más bregado en el ensogado, a Jonfer, ahora mancillado. La derrota le ha visitado. Sabe lo que es perder. Se verá cómo lo encaja. El tiempo dirá si el 22 de septiembre de 2018, en Oklahoma, ante Foster, Jonfer perdió un combate pero ganó la guerra, la de asimilar para extraer beneficio de la derrota.