¿Tenemos remedio?
QUIERO reflexionar sobre la idiotez. Pero que quede claro desde un principio: nada más lejos de mi intención que ser políticamente incorrecto. Me inquieta tener que advertirlo, pero creo que una potente señal de la idiotez de los tiempos que corren es que me sienta obligado a decir esto, porque parece que ser políticamente correcto es más algo negativo que normal y banal. Y banal es que es lo que debería ser. Bueno, mi admirado Bertrand Russell advertía que no hay que temer ser excéntrico en las opiniones, pues todas las opiniones que ahora se aceptan fueron en su día excéntricas.
Dicho lo cual, conviene recordar que la palabra “idiota”, en origen, nada tuvo que ver con el significado que con el que hoy la usamos. Su origen está en el griego clásico, en el que la palabra “idiotes” se refería a una persona que vivía solo para sus asuntos privados, sin interesarse por la vida pública o política de la comunidad. O sea, un idiota era alguien que se enfocaba en los muchos aspectos de su vida privada en lugar de en los asuntos públicos.
Con el tiempo, su significado ha evolucionado para convertirse en un insulto que se refiere a alguien “tonto o corto de entendimiento”, como indica el diccionario de la RAE, aunque su origen, como hemos visto, no estaba relacionado con la inteligencia.
Esto no le impidió a Aristóteles considerar que la estupidez –que sí se refiere a la torpeza notable en comprender las cosas– no se debía simplemente a la falta de conocimiento, sino la falta de sabiduría. La sabiduría no presupone únicamente el conocimiento de hechos, sino la capacidad de aplicar discernimiento de manera prudente. En este sentido, una persona estúpida puede no ser la que no tiene ni idea, sino la que, aun teniendo los conocimientos necesarios, no actúa con reflexión. Para Aristóteles, la sabiduría guía la acción hacia el bien. Sin sabiduría, la acción se vuelve perturbadora e incluso destructiva.
En todo caso, lo primero que hemos de tener en cuenta es algo irrefutable: la idiotez o estupidez son conceptos subjetivos con geometría variable y por ello resultan difíciles de definir. No hay idiota o estúpido de referencia universalmente reconocida, sino que cada uno tenemos el nuestro. Puedo discrepar con mis amigos que opinan que alguien es idiota. El idiota puede estar cerca o lejos. Incluso aquella figura pública despreciada por muchos tiene sus aduladores, y nada nos garantiza que, al fin y al cabo, los verdaderos idiotas no sean sus seguidores. El idiota es multiforme, pero, por dondequiera que lo cojamos o nos coja, nos perjudica, nos estropea el momento presente o toda nuestra existencia, nos obstaculiza, nos ahoga, nos estorba, nos acosa o nos ignora. Se puede reconocer al idiota por el hecho de que la vida sería hermosa si no estuviera allí. Es más, si no existiera, podríamos incluso reinventarnos.
Y es que Friedrich Nietzsche ya decía que “¡No hay defensa contra la estupidez!”. Nietzsche veía la idiotez como una intransigencia contra la experiencia que nos proporciona la vida diaria. Según él, la verdadera idiotez radica en la incapacidad o la falta de voluntad para aprender de los errores y de la tenaz realidad. Una persona estúpida es aquella que, a pesar de enfrentarse repetidamente con las consecuencias negativas de sus acciones, sigue comportándose de la misma manera. Esta insistencia en ignorar la realidad y las lecciones de la experiencia es, para Nietzsche, un signo de profunda estupidez.
Para la mayor parte de la gente, la estupidez es simplemente la ausencia de inteligencia, pero esta visión puede resultar demasiado simplista. Bajo esta premisa, Karl Popper sugería que estupidez e inteligencia no son necesariamente opuestas, ya que incluso las personas inteligentes pueden cometer actos estúpidos si carecen de sentido crítico o son víctimas de prejuicios. En otras palabras, la inteligencia no es una garantía contra la idiotez; es más bien la actitud crítica y el cuestionamiento constante lo que nos protege de actuar de manera estúpida.
Se dice que debatir con un idiota es como jugar al ajedrez con una paloma. Derribarán las piezas, defecarán sobre el tablero y volverán volando con su bandada para proclamar victoria. No podemos combatirla tan fácilmente por dos razones. La primera es que, como sociedad, somos mucho más tolerantes con ella. No nos tomamos la estupidez tan en serio. La segunda razón es que la persona estúpida es escurridiza. Como la paloma jugando al ajedrez, no está abierta ni a reglas, ni a la razón, ni al debate. Y la historia nos enseña que la estupidez no significa que no se pueda ser poderoso. El mal es como un marionetista, y nada le gusta más que un idiota poderoso.
En tiempos modernos, la reflexión sobre este concepto ha adquirido nuevas dimensiones. Umberto Eco advirtió sobre los peligros de la sobrecarga de información. En obra póstuma “De la estupidez a la locura”, señala que el acceso ilimitado a la información no siempre conduce a una mayor comprensión sino que puede tener el efecto contrario, fomentando la superficialidad y la idiotez. En un mundo inundado de datos, la capacidad de discernir y valorar la información, de separar el trigo de la paja, se convierte en una forma vital de inteligencia.
Salir de nuestro egocentrismo y ejercitar la duda y la autocrítica basada en hechos documentados –y no en convicciones– es una forma de abandonar el yo exacerbado, la intolerancia y la falta de diálogo. Y es una de las formas de paliar la idiotez. l
@Krakenberger
