Recomendaba Balzac, a los jóvenes escritores de París, que se integraran durante un periodo de tiempo en una pequeña ciudad, alegando que en estos lugares la minuciosa observación de la conducta y deseos del ser humano resultaba más fácil, más fecunda y concreta. Esta recomendación es extensible a quienes ejercen las funciones del Gobierno, puesto que en la gran ciudad se encuentra una adulteración confusa de la realidad, quedando más oculta la individualidad pura. Es en estas pequeñas ciudades donde se percibe el ambiente de la política y los sueños, necesidades y esperanzas del ciudadano. La grave crisis moral que padecemos nos hace reflexionar sobre una decadencia progresiva que el ser humano no sabe detener. El hombre, en palabras de Hobbes, se ha ido convirtiendo en lobo para el hombre.
Un nuevo coloso, émulo del de Rodas, tendría que pisar fuerte para no resbalar en este chapapote generado por la viscosidad de una política que muestra la pobreza moral de su inventario, reflejando la discordante sustancia de la verdad; una dura realidad que hay que tocar con guantes, realidad con la que, si viviera Baudelaire, habría podido ampliar Las flores del mal, mostrando la horca nervaliana del poeta que pende sobre las democracias desnutridas que, junto a la nuestra, beben su copa en un brindis triunfalista y equívoco que las aleja de su solidez. El presidente del Gobierno es hoy un Narciso que ya no se ve reflejado en las aguas de las plurales fuentes de España, en las que comienzan a dejar de beber sus ministros. Da la impresión de que Barcelona custodia una nueva caja de Pandora de la que va saliendo un interminable serial, narrado en capítulos, que está logrando tener paralizado y abstraído a un Gobierno que tiene la cualidad negativa de rehén. Esta coyuntura está condenando al PSOE a la fragmentación y a la mendicidad.
España huele a caduco, y su regeneración política comienza a verse como una misión ciclópea, con una casta atrapada en su bucle, caminando en romería hacia un nuevo infierno de Dante y viendo cómo la ciudadanía, saturada de presagios apocalípticos, está derivando imprevisiblemente su voto. La democracia tiene normas que estorban a un capitalismo interesado en desarticularlas para allanar el camino surrealista que conduce al engrosamiento del gran capital, cuyo poder solo entiende de ganancias.
La democracia es también un ideal, y requiere una mínima capacidad de cooperación de la comunidad política, más allá de sus diferencias, sin caer en rearmar las normas democráticas en favor de un grupo. La catalepsia, estado en el que la persona yace inmóvil en muerte aparente, ha llegado a nuestra política y a la actitud de la ciudadanía. El mundo se está basando en un capitalismo modernizante que tiene su propia gramática, y que se centra en la individualidad y en la dominación que nos llevan hacia un despeñadero. La ontología política nos muestra que toda visión del mundo conlleva formas de comprender y de actuar desde los principios éticos. La dialogicidad tiene puentes interculturales que abrazan el sentido etimológico de la comprensión, sin la cual no hay avance humanístico.
La conciencia y responsabilidad de vivir en democracia afecta a todos y cada uno de los individuos que conforman un país. Hay una nueva tendencia a no acatar las normas objetivas, tendencia que, muy erróneamente, se confunde con libertad. La vulgaridad intelectual está ejerciendo un grave deterioro de la vida pública, en la que todo el mundo opina sin haberse forjado un criterio sólido basado en el conocimiento; por el contrario, están surgiendo sociedades herméticas e indóciles incapaces de discernir y carentes de sutilezas. La presencia de la política casi contraría: supone un verdadero problema luchar por la sociedad; surge una incomodidad que se comienza a ver como un estúpido deber, más bien de carácter filantrópico, en un tiempo en el que una mayoría de ciudadanos toma el camino real de todas las disidencias, escapando de cuantas cosas requieren esfuerzo y empatía. Sociedad de biografías monologales, de solitarios que siempre están acompañados y de tremendos conversadores que no han hablado nunca con nadie en pura intimidad. Las melodías del pensamiento, que los filósofos desarrollaron a lo largo del tiempo, ya no tienen directores de orquesta que sepan adaptarlas a un mundo necesitado de nuevas ideas y de humanos paradigmas.
La soledad es el pulso de estos tiempos; una soledad enmascarada en los nuevos medios de comunicación que proporciona la tecnología. Cansada y agotada nuestra débil democracia, violada por todos, vemos emparedada a la justicia, con una izquierda fallida que está logrando alimentar y fortalecer a la derecha y, más peligrosamente, a una extrema derecha involucionista que recupera viejas y caducas consignas; un sarcasmo, tras tantas luchas por las libertades, que se integra bien en el esperpento. Son muchos los ciudadanos europeos que ya no creen estar viviendo en democracias libres y sólidas, ante la injerencia de la política en el poder judicial y el generalizado nepotismo. Decía Elbert Hubbard que la responsabilidad, de la que con frecuencia nos evadimos, es el precio de la libertad. Quien se inspira en la ética mira cara a cara las consecuencias de sus actos, apartándose de aquellos que puedan perjudicar a otros.
La filosofía de un ser se explica mejor con decisiones que con palabras. Es preciso aprender a responder de nuestras acciones, apartando las piedras del camino, sin recabar toda la responsabilidad de nuestra vida sobre los demás. Los modestos impulsos de cada ser humano facilitan el avance y calidad de la democracia. La falta de compromiso arrastra hacia el caos y hacia el empobrecimiento del ser. El deber es algo que puede y debe exigirse a quienes desempeñan cargos políticos. Todos tenemos una cuota de participación que debe librarnos de la pasiva inoperancia. Nuestra responsabilidad, y un principio de dignidad, comienza buscando respuestas.
La huida hacia nuestro exclusivo mundo contribuye a la destrucción de la democracia liberal, dinámica e interactiva, garante de progreso y libertades. Es bien conocida la frase de Mariano José de Larra: “Las circunstancias… palabras vacías de sentido con que trata el hombre de descargar en seres ideales la responsabilidad de sus desatinos”. La pasividad es una forma de complicidad con la injusticia de esta sociedad atomizada e individualista, en la que nuestra clase política se coloca el previsible traje antibalas de la crisis mundial y otras causas exógenas que facilitan una retórica trilera. Todo un clásico sobradamente representado en este teatro nacional. Un tren de inquietud, un relámpago a la nada, atraviesa un mundo en el que las guerras dejan patrias reventonas de muertos y de niños sin cena.
El privilegio de vivir en democracia ha de mantener, de un modo ingénito, una conciencia solidaria, conscientes de que el poder de los grandes actores económicos sigue extendiendo su veneno y sometiendo con sus fustas a una gran parte del planeta.