ME van a permitir ustedes que haga un viaje a mi pasado, ya casi remoto.

Recuerdo con afecto mis clases de latín cuando era joven. Recuerdo a mis dos profesores de latín, Jose Aguado y Esperanza Robles. El primero solía ser huraño, y ¡pardiez que tenía excelente puntería! Si no estabas prestando atención, era de los que te arreaba un tizazo certero y de los que te podía poner a copiar 500 veces Romani ite domum, al más puro estilo de La Vida de Brian. Esperanza, en cambio, era de estas heroínas totalmente desconocidas y que merecerían un monumento. Era capaz de despertar el interés por el latín a un grupo de desaliñados adolescentes. De no haber sido por ella, el latín se habría quedado en una asignatura como casi todas las demás, una ordalía que habría sido preciso superar pero que no habría dejado la más mínima huella posterior.

Les aseguro que no era sencillo captar nuestro interés, que iba por otros derroteros mucho más mundanos en una escuela que se las daba por moderna y por mixta, eso sí, mixta dentro de un orden, en una época reprimida, en ese tardofranquismo tan gris. Como todo. Los chicos en clases de chicos, y las chicas en clases de chicas. Eso sí, era moderno porque era en el mismo edificio. Coincidíamos en los pasillos, sí, pero nada más.

Esperanza consiguió que frases como Alea jacta est (la suerte está echada) y Quosque tándem abutere, Catilina, patientia nostra? cobraran vida más allá del mero latín. Ella consiguió que contextualizáramos, despertó nuestra curiosidad por saber en qué situaciones y por qué motivos se inmortalizaron tales frases.

Esta segunda frase –¿Hasta cuándo vas a abusar de nuestra paciencia, Catilina?– es la que abre el primer discurso de las Catilinarias de Marco Tulio Cicerón en el Senado de Roma, en el que denunciaba a Lucio Sergio Catilina. Parece ser que Catilina reaccionó de forma bastante airada y que huyó de Roma bajo el pretexto de que se dirigía a un exilio voluntario. Mientras tanto, cinco de sus colaboradores fueron condenados a muerte sin juicio por el Senado, a instancias de Cicerón, y ello a pesar de una encendida defensa de otro senador, entonces novato: un tal Julio César. El propio Catilina moriría en batalla poco después. Tras constatar que no existía esperanza de victoria, se lanzó contra el grueso del ejército que se envió contra él. En el recuento de los cadáveres, se comprobó que todos los soldados de Catilina tenían heridas frontales y el cadáver del propio Catilina estaba muy por delante de sus propias líneas. Al cadáver le cortaron la cabeza y esta fue llevada a Roma, como prueba pública de que había muerto. Barbaries de la civilizada Roma.

Y se preguntarán ustedes qué habría hecho el pobre Catilina para merecer tal destino. Pues muy sencillo. Resumiendo y simplificando un poco, fue un miembro destacado de la facción de los populares, los jefes aristocráticos romanos que durante la tardía República romana procuraban usar las asambleas populares romanas para acabar con el dominio que ejercían los nobiles y los optimates en la vida política. Los nobiles eran familias de la clase dirigente, como la de Cicerón. La condición para ser nobile era que uno de sus miembros hubiera alcanzado el consulado, magistratura inicialmente restringida a los patricios. Los optimates, por su parte, procuraban limitar el poder de los populares y aumentar el del Senado.

El caso es que Catilina ha llegado a nuestros tiempos como uno de los hombres más enigmáticos de la historia de Roma. Se nos lo ha pintado como un auténtico monstruo. Pero es que las dos fuentes principales de información sobre Catilina fueron precisamente sus archienemigos. Cicerón, su mayor antagonista político, no ahorró invectivas contra él en sus Catilinarias. La estrategia de Cicerón fue rectilínea a la vez que exitosa. A base de falsedades y bulos, demonizó y aisló a Catilina, creando todo un estado de alarma social en la urbe, cosa que aprovechó para restaurar la autoridad incuestionable del reducido círculo de senadores aristocráticos. Con ello, Cicerón se garantizaba su eterna gratitud y en buena parte, la buena prensa de la que disfruta aún en el presente como político, filósofo, escritor y orador.

Salustio le atribuyó todo tipo de barbaridades –incluida la de realizar sacrificios humanos– en su obra moralista De coniuratione Catilinae. Todo ello probablemente inventado. Es lo que tiene ser cronista del lado de los vencedores, sin apenas relatos del otro lado de la moneda. El caso es que esto fue el germen de una situación que luego derivó en que César tomara el testigo de la causa de los populares y acabara asesinado por ello. Todo ello desembocando en el cambio de régimen, pasando de la República al Imperio.

El interés que me inculcó el estudio del latín y de los clásicos –que según creo ha desaparecido de las aulas– me permitió discernir no solo el origen de muchas de las palabras del castellano actual y de buena parte de la lógica que rige nuestro actual marco jurídico, modelado sobre el romano.

Me ha permitido mucho más. Me ha dejado ver que la historia casi siempre la escriben los vencedores. Hay excepciones y matices, afortunadamente, pero la regla general tiende a ser esa. Y es necesario mucho esfuerzo para atar cabos y llegar a una secuencia de hechos más veraz.

El bulo arrojadizo tampoco es un invento reciente, lleva entre nosotros desde los tiempos de Cicerón y muy probablemente de antes. Se ve que la metodología política que sugiere respuestas muy simples, incluso simplotas, a problemas políticos, económicos y sociales complejos, ya funcionaba en Roma. La retórica que enfatiza los límites no negociables y la indignación moral por su supuesta conculcación –probablemente irreal- ya estaba allí.

Hoy hay determinadas opciones políticas que siguen el patrón de procurar una sensación de depresión, humillación y victimización. Después, con trazo grueso identifican al enemigo que causa esa depresión y humillación. Se promueven teorías de conspiración paranoicas para inflamar emociones de miedo e ira. Tras recorrer estos patrones, el mensaje final es una catarsis de odio: al enemigo, ni agua. Todo eso ya funcionaba en Roma.

Me ha facilitado discernir que Roma no era la época de esplendor que se nos ha vendido. Los exégetas de Cicerón han hecho todo lo posible por pasar de puntillas sobre el hecho de que un plebeyo romano vivía en condiciones de pobreza y hacinamiento. La arqueología es clara en este sentido. La Edad Media no fue la época oscura que se nos vendió con posterioridad, a partir de la Ilustración y hasta ahora. Todas esas épocas fueron etapas de nuestro desarrollo, sin más, y cada una tiene la importancia que tiene en su propio contexto.

En resumidas cuentas, me aportó un bagaje que considero valioso. Por ese motivo, no sé si ha sido buena idea, francamente, relegar al latín y a los clásicos a la Universidad, privando a alumnos de niveles anteriores de esa oportunidad de crear una capacidad crítica. Cabe incluso preguntarse si no era esa, precisamente, la idea detrás de todo ello, no lo sé. En todo caso, hechos que hemos presenciado recientemente, el fake news con trazo gordo me han recordado a Catilina. Y me parece que vamos aprendiendo a luchar contra las campañas de brocha gorda, aunque acaso demasiado lentamente. Puede que sea por eso que quienes usan esa forma de proceder tienen prisa. Cosas que piensas en una noche de verano, pero no por ello menos importantes.