SUELE resultar recurrente preguntar a los más jóvenes de la casa por sus preferencias futuribles. “¿Qué quieres ser cuando seas mayor? —cuestionaba con interés un locutor radiofónico a los niños y niñas que jugaban con los regalos recién aportados por los “reyes magos”—. Y los infantes, lejos de sorprender, repetían aquello que tantas veces habíamos escuchado. “Bombero”, “maestra”, “futbolista”, “enfermera”, “astronauta”, “conductor de autobuses”… El imaginario profesional de aquella juventud poco tiene que ver con la de ahora. En nuestros días, muchas de las respuestas resultan sorprendentes. Las criaturas de hoy añoran ser “influencers”, “youtubers”, “tiktokers”, “streamers”. Famosos y famosas en el metaverso.

Yo siempre he sido atípico. Y cuando los mozos de mi generación soñaban con ser médicos, aviadores o maquinistas de trenes, mi referencia se escapaba del marco profesional. Yo quería ser como el oso Yogui. Sí, como aquel personaje animado que vivía en Yellowstone y que con su amigo Bubu, además de dormitar en su cueva, se dedicaba a saquear las meriendas de los turistas despistando al guardabosque. Para mis adentros, aquella forma de vida, dividida entre comer, dormir y holgazanear me parecía maravillosa y aún hoy anhelo como quimera tal rutina. Por eso en mi espejo del porvenir siempre se ha reflejado el oso Yogui.

Conocí a otros cuya vocación era más aviesa y, al mismo tiempo, mucho más común en lo que espectro sociológico se refiere. Eran los que añoraban convertirse en tábanos. Bichos improductivos que lo único que sabían hacer era morder y generar dolor, malestar e irritación a sus víctimas. Los había quienes se especializaban en esta función, acechando para ejecutar su dolorosa mordedura en cualquier momento. Eran los tábanos “full time”.

Junto a ellos, crecían también los tábanos “medio pensionistas”. Eran individuos aparentemente normales, educados y hasta afables, que cuando se cabreaban respondían en las disputas con impredecibles punzadas. Y, en el cénit de la cadena evolutiva de esta modalidad de alimaña se encontraban los que habían especializado su afán de irritar al de enfrente con la sutileza de las “moscas cojoneras”.

Todos esos especímenes, entrenados para joder al vecino, se han multiplicado en nuestros días gracias a la selección natural evolutiva. Son, por lo tanto, los graduados en “tocapelotismo” y practican un rito vaticanista ya extinguido en la iglesia católica pero que ha arraigado en todos los campos de la vida. Es la mística de los “palpati”.

El mito de los “palpati” se generó en torno a una famosa leyenda medieval; la de la “papisa Juana”. Según diversos textos literarios, a mediados del siglo IX, una mujer disfrazada de varón se hizo pasar por hombre y pudo llegar a papa siendo la cabeza de la iglesia durante uno o dos años. Según este mito, la supuesta “papisa” dejó en evidencia la farsa cuando en plena procesión entre San Pedro del Vaticano y San Juan de Letrán, se sintió indispuesta. La “indisposición” trajo consigo un parto, un niño que la “papisa” trajo al mundo en pleno desfile. Aquel hecho, para nada milagroso, provocó la ira del pueblo que, pese a su religiosidad, acabó con la vida de la fémina “usurpadora” del trono católico.

A partir de ese momento, cuentan las narraciones de la fábula, los candidatos a papa debieron ser sometidos a una prueba para verificar sus atributos masculinos. Los aspirantes a poseer las llaves de San Pedro deberían sentarse en una silla especial, la “sedia stercoriana” y deslizar sus genitales por un agujero existente en el medio del asiento. Allí un joven diácono, denominado “Palpati”, ejercía de notario de la curia mediante el tacto. Si el manoseo confirmaba la masculinidad del allí aposentado, el “palpati” pronunciaba la frase; “Duos habet et bene pendentes!!” –“Hay dos y cuelgan bien”–, a lo que los asistentes a la ceremonia contestaban “Deo Gratias!” –“¡Gracias a Dios!”–. Y el candidato a papa pasaba el test testosterónico de idoneidad haciéndose acreedor a dirigir la mayor organización religiosa del mundo.

Ha de entenderse la incomodidad de los cardenales ante tal examen pericial. Que te masajeen las gónadas sin causa justificada sulfura a cualquiera. Y no quiero pensar que quien se afane a hacerlo lo practicase con las manos frías. Eso ya tenía que ser un castigo divino o , en su caso, una putada del demonio. Leyenda o no, la “sedia stercoriana” o silla de auscultación existe y uno de sus modelos bien conservados se exhibe en los museos vaticanos.

Sea como fuere, muchas de las cosas que observamos en los mensajes políticos que hoy se ejercitan nos hacen recordar a los “palpati” de manos frías. Sobre todo aquellas actitudes dirigidas por supuestos “amigos” que en la confianza de la cercanía aprovechan cualquier ocasión para intentar desacreditar a quienes se tienen por aliados.

Incomodar gratuitamente para satisfacer el ego o para intentar subrayar una marca de distinción puede resultar, para quien lo practique, reconfortante. Pero ojo con las sensaciones de euforia de quienes pretenden abrirse camino a codazos y empujones. La fortaleza en las posiciones se forja a través de la confianza y la seriedad. Nunca con la frivolidad autocomplaciente de la ocurrencia y mucho menos de la irresponsable práctica de tirar piedras y esconder la mano, de escupir hacia arriba o de pellizcar los cataplines ajenos.

A veces, quienes insospechadamente recurren al reproche o al descrédito de sus “aliados” parecen buscar la necesidad artificial de abrir una disputa, una polémica de cuerpo a cuerpo que les ofrezca notoriedad ante la opinión pública. Lo sensato es no responder. No por falta de ganas, sino para evitar desgastes públicos improductivos.

Por lo demás, la proliferación de tábanos, moscas cojoneras, garrapatas y demás bichos agresivos –comunes en época veraniega– puede explicarse debido al calor que genera el microclima preelectoral en el que nos vemos envueltos.

Cualquier motivo parece resultar bueno para que los arietes de la oposición afilen sus aguijones y dentaduras para clavarlas en su presa principal: el nacionalismo gobernante. Sus dentelladas, no por conocidas, pues las imputaciones hoy esgrimidas se han repetido en numerosas ocasiones, merecerían airadas respuestas pues en muchos casos rayan la calumnia y la difamación. Pero, tampoco merece la pena convertir el ambiente en un lodazal en el que el “tú más” se convierta en el argumento base de la disputa política. Frente a la desconsideración, la falsedad o, abiertamente, el insulto, hay que contraponer el respeto, la educación y las propuestas en positivo.

Trece años han pasado ya desde el inicio de la investigación judicial del denominado caso Miñano. Trece años es demasiado tiempo. Más para impartir justicia. Pero dicho esto, no cabe otra cosa que asumir y acatar la sentencia última firmada por el Tribunal Supremo y que condena por diferentes delitos vinculados con prácticas corruptas a un grupo de personas vinculadas en su momento con el nacionalismo vasco. No hay imputación ni castigo a sigla orgánica alguna. Es, por lo tanto, una grave falsedad –como lo vienen predicando “tábanos” carroñeros profesionales– la repetida e injuriosa afirmación de que las actuaciones fraudulentas hoy sancionadas por el Tribunal Supremo forman parte de la “corrupción sistémica” que desde años protagoniza el PNV.

Aún negando la mayor, no podemos abstraernos ante el hecho de que las personas condenadas formaban parte de un partido político, el PNV, al cual también pertenezco. Duele especialmente el caso. Por el conocimiento personal de algunos de los afectados y, fundamentalmente, por la gravedad y las despreciables prácticas ilegales perpetradas y ahora sentenciadas.

La corrupción, la comisión de actos deshonestos y/o delictivos, es una actitud inherente a la condición humana. Y la corrupción política está vinculada al abuso de poder de quienes tienen capacidad para ejercerlo. Ninguna organización humana con responsabilidad de gobierno está libre de esta lacra intolerable. Atajarla de raíz, separar del colectivo a sus causantes, pedir perdón a la sociedad por el fraude y poner los medios oportunos de control para que hechos similares no se vuelvan a repetir, son las principales medidas a aplicar por quienes detecten en su seno tales prácticas ilegítimas. Y eso es lo que precisamente hizo el Partido Nacionalista Vasco desde que conoció, hace trece años ya, los primeros indicios delictivos. Sin que “tábanos” o “palpatis” tuvieran que provocar su reacción.

* Miembro del Euskadi Buru Batzar de EAJ-PNV