En esta vida siempre hay que estar prevenido ante lo que pueda pasar. Permanecer alerta frente a lo que sucede alrededor no está de más. Evita sobresaltos y sustos inesperados. Hay que estar despiertos, pero tampoco compensa vivir en un estado permanente de ansiedad, de cautela nerviosa a lo desconocido.

Digo esto porque el pasado jueves me libré, de chiripa, de un bombardeo. De una descarga aérea de guano cuyo impacto, de haberse producido, hubiera sido terrible.

No sé por qué, pero de un tiempo a esta parte, una importante colonia de palomas urbanas ha decidido aposentarse en el tejado y aledaños de la urbanización en la que vivo. La actividad de las aves, desde primera hora de la mañana hasta la noche, resulta incesante, al tiempo que ruidosa. Visto desde fuera, el trajín de los pájaros puede resultar llamativo y curioso. Simpáticos animales que, además representan a modo de símbolo, la paz en el mundo.

Encantadores bichos, hasta que a las palomas les da por evacuar despreocupadamente. Hay que ver cómo dejan los coches allí aparcados. Como los palos de un gallinero rociados de corrosivos excrementos de difícil limpieza.

Observaba yo, con asombro y consternación, el reguero de porquería en el que se había convertido la acera cuando, por extrañas circunstancias alcé la cabeza y miré al cielo. Instintivamente, di un paso atrás, momento en el que escuché el impacto de una carga de inmundicias que impactaban en el suelo. Madre de Dios, ¡qué cagada! No sé qué comerán las palomitas en cuestión pero excretan una barbaridad.

Con el susto del ataque aéreo fétido me acordé de que el otro día contemplé a un viejecillo nutriendo a las palomas en el parque con una barra de pan que desmenuzaba en pequeños trozos. Entonces pensé, “que escena más tierna”. Hoy ya no opino igual. Aquel hombre, quizá sin saberlo, estaba aprovisionando de munición a aquellas máquinas aladas de defecar.

Es probable que alguien me haya reconocido en la calle con la cabeza levantada. No es un gesto de altivez. Tampoco es un tic o una lesión. Que una mierda te caiga encima sin saber por qué es la razón por la que, cada vez que salgo de casa, miro al cielo. No vaya a ser que, desprevenido, me tope con una desagradable sorpresa. Es una actitud de prevengan. Nada más.

Sin embargo, por mucho que nos obstinemos en detectar el peligro alzando la vista o aguzando los sentidos, si el infortunio se cruza en tu camino, no hay nada que remedie tu destino.

Patxi bocaabierta era un joven de los que una amiga califica de “personas a las que les falta una patata para el kilo”. Vamos que estaba a medio hacer. Lo de bocaabierta era el mote que en el pueblo le habían puesto los jóvenes. La razón era evidente. Patxi tenía un tic; mantenía la cara levantada hacia el firmamento y la boca desplegada como en el juego de la rana.

La gente le tomaba el pelo por su porte. “Patxi –le decían–, cierra la boca que te van a entrar moscas”. A lo que el mozo solía responder con gracia: “ ¿Y qué hago con las que ya están dentro?”. Sí, era un guasón. Y digo era porque un mal día, y a pesar de su mirada permanentemente levantada, una teja del campanario le rompió la crisma. No la vio venir. Hay quien dice que las palomas que el cura criaba para zamparse en fiestas a sus pichones, tuvieron la culpa. Y a mí, visto lo visto, no me extrañaría nada.

Todos miramos al cielo. Casi todos, con el corazón en un puño, acongojados por la última amenaza de Putin de utilizar armas nucleares en la guerra que él mismo desató y que, al parecer no le rinde los objetivos que había previsto. Miramos al cielo para la barbarie no pase a mayores y cesen las hostilidades que tanto dolor y desolación están causando. La deriva provocada por el Kremlin al involucrar directamente a la población rusa en la guerra con el alistamiento forzoso de 300.000 personas en las tropas no augura nada bueno. Significa que Putin, en su locura militar, está dispuesto a asumir el coste de la indignación social interna a cambio de culminar con éxito la anexión violenta de Ucrania. De ahí que su nueva apelación de la utilización de armas nucleares no deba ser observada como mera bravuconada.

Miramos al cielo donde los precios se hallan instalados en una escalada de inflación que nadie logra detener y que se prolonga como una consecuencia más de la guerra.

Suben los precios por el impacto de la carestía energética y su contagio generalizado nos advierte de que llegarán meses complicados a nuestras vidas. De ahí que sea imprescindible atajar o mitigar las consecuencias de dicho impacto. Con políticas públicas extraordinarias, como las apuntadas el pasado jueves por el lehendakari en el Parlamento Vasco. Con reforzamiento de servicios públicos básicos, como la atención primaria sanitaria. Con una rebaja de la presión fiscal generalizada que compense el auge de la carestía de la vida. Y para aquellos que no puedan beneficiarse directamente de una acción tributaria –porque sus exiguos ingresos no les obliga la declaración impositiva– con la adopción de ayudas públicas en materia de gasto (incremento de las partidas de emergencia social, etcétera).

Prevención y garantías que den seguridad a las personas, a las familias y también a quienes mantienen el pulso económico. A quienes sostienen la producción a pesar de la crisis de suministros, el desfase de los costes y a quienes hacen de su actividad un ejercicio de heroicidad permanente. Acuerdos políticos y sociales para afrontar este nuevo desafío. Sin polémicas estériles. Ni pugnas de comunicación ideológica en las que subir o bajar impuestos se maneja como un comodín para ganar titulares en una contienda de posicionamiento electoral. Pescando ricos o anunciando paraísos como islas de tentación. Política líquida y desvergonzada en tiempos de dificultad.

Miramos al cielo esperando que la pandemia se acabe definitivamente. Recordando a las miles de personas que ya no están entre nosotros y que sucumbieron a una de las crisis sanitarias más graves de las que hemos padecido en nuestra vida. Miramos al cielo para dar gracias a que aquí seguimos. Disfrutando de los nuestros. Saboreando cada minuto de existencia y reclamando no bajar la guardia en la política de cuidados y de la salud.

Y, especialmente, los nacionalistas vascos miramos al cielo intentando adivinar qué tiempo hará mañana. Los expertos nos alertaron días pasados que mañana domingo lloverá y que comenzará a hacer frío. Esa predicción meteorológica puede amilanar a mucha gente a quedarse en casa. Pero yo soy optimista. Creo que hay que arriesgar. Llevamos dos años sin poder celebrar nuestra fiesta anual –el Alderdi Eguna– y aunque la climatología no acompañe de antemano, merece la pena acercarse hasta Foronda para repartir los abrazos acumulados durante tanto tiempo. El Alderdi Eguna es mucho más que un acto de carácter político. Es una entrañable cita con la familia, con quienes sintonizamos sentimientos, identidad, esperanzas y vivencias. De ahí que el reencuentro sea especialmente esperado.

Este tiempo de pandemia nos ha hecho envejecer a marchas forzadas. Pero el músculo de una organización como el PNV nos ha demostrado que esta formación sigue vigorosa. Que sigue teniendo capital humano capaz de dar continuidad a un proyecto que construye país día a día. Sabíamos que en la evolución de los tiempos o nos renovábamos o nos renovaban. Que por convencimiento abríamos el espacio a nuevos protagonistas o que la propia sociedad vasca nos obligaría a hacerlo. Y, una vez más, hemos sabido reverdecer y confiar en quienes, si la ciudadanía así lo estima, liderarán al país. Sin dramas. Con el reconocimiento a lo hecho y la esperanza lo que falta por hacer. El PNV tiene banquillo, cantera de mujeres y hombres dispuestos a recoger el testigo en la carrera de relevos.

Relevos inconclusos. Porque todo cambio debe ser dinámico y acompasado. Con vocación de futuro. Sembrando hoy para recoger mañana. Katea ez da eten.

Comienza en breve tiempo el proceso de renovación de candidaturas de las mujeres y hombres que representarán al nacionalismo vasco en las próximas elecciones municipales y forales. Y en ese trance se han empezado a conocer las propuestas que las ejecutivas trasladarán hasta las bases de cara a la conformación de las listas. La última palabra, como siempre en la tradición democrática del PNV, la tendrán sus afiliados y afiliadas. Entonces no miraremos al cielo sino al suelo, desde donde partirá la voluntad democrática de la mayoría. Una mayoría que, espero, poder encontrar mañana en las campas de Foronda. Con ilusión, esperanza y emoción para seguir compartiendo un futuro común. l

* Miembro del Euskadi Buru Batzar de EAJ-PNV