N O negaré que el fin de una figura como la soberana británica y jefa de Estado de países como Canadá, Australia o Nueva Zelanda, entre otros, tiene un tirón informativo innegable. Sobre todo cuando su permanencia en el trono ha superado los setenta años, siendo protagonista en cambios sociales, políticos, económicos y culturales de todo tipo.

Además de todo ello, el buen gusto británico por el protocolo, por el mantenimiento de las tradiciones y la elegante pulcritud en la celebración de sus fastos (hasta la sonoridad de los coros en la capilla ardiente en Westminster resultaban espectaculares) incitaban a tener una cierta manga ancha a la hora de retransmitir buena parte de la agenda establecida al albur de deceso regio.

Sin embargo, hay cosas que me han chirriado notablemente. Y no hablo del luto oficial decretado por Isabel Díaz Ayuso en su comunidad. ¡Qué sarcasmo, los defensores de la Armada Invencible veladores de la pérfida albión!

Mi extrañeza obedece al sinsentido del despliegue de la televisión pública vasca en un primer momento. No acierto a comprender para qué el traslado de personal propio a Londres en conexiones en directo que nada aportaron al evento informativo. Emisiones en un parque de difícil identificación visual, sin gran aportación de público ni valor documental del acontecimiento. Resulta más incomprensible aún la imagen de una presentadora-conductora vestida de riguroso negro dirigiendo el informativo –¿cuántas veces ha posado la citada profesional de luto por un fallecimiento en Euskadi o en el mundo?–.

Con las gafas de Euskadi

No comprendí la minutada que mañana y noche prestó el ente público a fenómenos intrascendentes vinculados al hecho principal. Me refiero a las flores, las colas para ver la capilla ardiente o las opiniones de transeúntes compungidos. Todo en una programación a granel, sin información con valor añadido.

Pero la gota que colmó mi vaso fue escuchar al conductor del Teleberri anunciar que el nuevo rey, Carlos III, se iba a dirigir en breve “a la nación”. ¿A qué nación?

Un medio público vasco debería haber tenido una sensibilidad especial a la hora de abordar un acontecimiento como el que ocupaba sus espacios. En la sucesión de eventos desarrollados tras el fallecimiento de Isabel II era fácilmente reconocible algo tan singular como la naturaleza plurinacional del Reino Unido. Pero EITB ni se enteró.

Carlos III no habló para la nación. Lo hizo para las cuatro naciones de la Gran Bretaña. Hasta en los ritos y en la liturgia del tránsito real se vislumbró el escrupuloso respeto a la diferencia y el reconocimiento a las naciones. Incluso en la religión. Carlos, el nuevo rey, juró defender a la Iglesia anglicana, pero también a la estructura independiente de la Iglesia de Escocia. Todo tenía su simbolismo. Desde el estandarte que cubría el féretro de la reina –antigua bandera de Escocia– hasta el kilt portado por el heredero en su visita a Edimburgo, aunque para algunos lo importante fue la anécdota: la estilográfica, el tintero y el gesto desabrido e incómodo del nuevo rey. Sin embargo, todo apuntaba a plurinacionalidad, especialmente la presentación del nuevo rey ante los parlamentos de Escocia, Gales, Inglaterra e Irlanda del norte. Me recordó a cuando en la época foral los/as señores/as juraban los fueros ante las Juntas Generales e iniciaban su periplo de nominación en una denominada ruta juradera: primero en Bilbao, luego en la iglesia de los santos Emeterio y Celedón, en Larrabetzu. A continuación, bajo el Árbol de Gernika y, finalmente, en la iglesia de Santa Eufemia de Bermeo.

Vista la función con gafas vascas, podíamos haber conocido que el espectacular rubí –5 centímetros de largo y 170 quilates– que exhibía la corona real británica provenía de Nájera y más concretamente de la aportación hecha, tras saqueo en territorio nazarí, por el rey de Navarra o más exactamente del reino de Pamplona –García Sanchez III– al monasterio de Santa María la Real y en él a la Virgen de Nájera.

La joya que engalanó las sienes coronadas de la realeza británica fue dada en pago al llamado Caballero Negro por Pedro I de Castilla (el Cruel) por la ayuda militar prestada por este y sus mesnadas en la derrota infringida en la localidad riojana de Nájera a Enrique Trastámara y sus huestes.

Pedro el Cruel había prometido al caballero negro, además del botín en joyas, el título de señor de Bizkaia por su ayuda militar en su lucha contra su hermanastro. Tras aquella denominación un tanto novelesca (correspondía con el color de su armadura) se escondía el noble Eduardo Woodstock Príncipe de Gales –heredero del trono de Inglaterra–.

Tras cumplir con su parte, Woodstock reclamó el título de señor de Bizkaia pero ni El Cruel cumplió su promesa ni la representación de las Juntas vizcainas aceptó tal designio. El caballero negro, frustrado por el engaño, regresó a Inglaterra con sus tropas y el rubí que pasó a formar parte del tesoro de la corona británica. Hasta nuestros días. Y, si el caballero negro hubiera terminado siendo señor de Bizkaia, ¿dónde estaríamos los vascos ahora?

Más allá del cotilleo y la frivolidad de los peñafieles de aquí y de allá, son múltiples los detalles, las anécdotas evocadoras que el relevo real en Gran Bretaña tiene.

Del ámbito político actual, me ha faltado ver en la prensa impresa una foto. La histórica instantánea (2012) del apretón de manos entre Isabel II y Martin McGuinness , los enemigos íntimos que se encontraban en Belfast. Recordar que McGuinness fue comandante del IRA, la organización terrorista que asesinó al primo de la reina y mentor de su hijo Carlos, Lord Mountbatten. Pese a ello y a la sangrante historia del conflicto, la instantánea fue un símbolo del proceso de paz.

He echado de menos, también, la falta de mención a la imparcialidad de la monarca en el referéndum por la independencia de Escocia en 2014, un asunto que –según dijo– incumbía solo “a los escoceses”.

Isabel II fue coronada el 2 de junio de 1953 en la catedral de Westminster. Entre los símbolos del poder, en su investidura, siguiendo la tradición absolutista de siglos pasados, tuvo el orbe, el cetro real, la vara de la clemencia y el anillo real de zafiros y rubíes. Y bajo el trono regio era visible una rústica piedra calcárea, de una superficie superior similar a la del asiento.

Se trataba de la denominada Piedra del destino, Piedra de Scone o Piedra que habla (Lia Fail en idioma gaélico). Sobre este pedrusco de más de ciento cincuenta kilos de peso fueron coronados los reyes dalriados, los escoceses, los ingleses y, finalmente, los británicos.

La mole tiene una sola inscripción: una cruz latina, si bien se atribuye a la misma la cita “Ni fallat fatum, Scoti quocumque locatum Invenient lapidiem, regnasse tenetur ibidem” (“Si el destino es verdadero, luego los escoceses serán conocidos por haber sido reyes donde sus hombres encuentren esta piedra”).

El nombre de Piedra de Scone proviene del lugar de donde se encontraba cuando fue tomada por el rey Eduardo I de Inglaterra en 1292, después de subyugar a los escoceses que peleaban bajo la guía de su héroe nacional, William Wallace. Eduardo I, como botín de guerra, la sustrajo y la llevó a Londres para ser usada en la coronación de los próximos soberanos ingleses. Mandó construir un trono, especialmente diseñado para contener en su parte inferior la piedra del destino en alegoría aplastante de que Escocia siempre estaría bajo el mandato de la corona, primero inglesa y luego británica. En dicho trono tomaron posesión los posteriores soberanos del Reino Unido, incluida en 1953 la hoy fallecida reina Isabel II.

Su hijo, Carlos, probablemente no contará con este atributo en su futura coronación. Llegan nuevos tiempos y no creo que el Gobierno escocés permita que la piedra del destino, devuelta a Edimburgo por el ejecutivo de John Major en 1996 para calmar al independentismo, vuelva a ser colocada bajo el trono del nuevo monarca. Reino unido sí, pero sin subordinaciones ni imposiciones. Derecho a decidir sometido a pacto.

Es lo que tiene mirar la actualidad con gafas propias. Con las gafas de Euskadi. l

* Miembro del Euskadi Buru Batzar de EAJ-PNV