ENDRÍA yo unos 10 años, vivíamos en Bilbao y acabábamos de cambiar de casa a un nuevo edificio del centro. Entré con mi padre en el ascensor. Justo entonces accedió otro vecino para subir con nosotros. Se trataba de un hombre grande, de rostro serio y enrojecido, y cabellos que en la juventud debieron haber sido rubios. El desconocido y mi padre me pareció que se reconocían. En silencio, cada uno pulsó su piso: nosotros el quinto, él el decimotercero. ¡Al bajarnos, mi padre se despidió con un "auf widersehen" en alemán! ¿De qué podía conocerle?
Nada más entrar en casa, mi padre dijo a mi madre: "Charo, ¿sabes con quién acabo de subir en el ascensor? Con el responsable de la inteligencia alemana en Bilbao en los años cuarenta. Vive aquí".
Inmediatamente le pregunté: "Papá, ¿el vecino era un espía?". Mi padre me explicó que durante la Segunda Guerra Mundial el vecino fue responsable del servicio de inteligencia alemán en Bilbao, encargado de recopilar y transmitir información naval. Y luego me contó la historia de cómo le conoció.
En plena guerra, el Mediterráneo estaba controlado por los alemanes e italianos, que cerraban el paso por el Canal de Suez hacia el Golfo Pérsico. Por ello, los campos de petróleo del lago de Maracaibo en Venezuela y las cercanas refinerías de Aruba, Curazao y Trinidad eran vitales para los aliados y a sus ejércitos.
Mi padre, con tripulación y oficiales vascos, llevaba en aquellos años un petrolero de la Campsa llamado Campeche que acudía periódicamente al Caribe para surtirse de petróleo y derivados en las refinerías y traerlos a la península, recalando en Cádiz, Vigo, Santander y, finalmente, Bilbao.
En febrero de 1942 habían navegado hasta Aruba. El domingo 15, pese a ser festivo, estuvieron cargando gasolina. Querían partir cuanto antes, ya que ese martes era carnaval, y pretendían hacer una escala en un puerto cercano para disfrutar de la fiesta.
La fresca madrugada del lunes 16 de febrero de 1942 coincidía con la luna nueva y por tanto era noche oscura como boca de lobo. Curiosamente las luces de la costa, incluidas las de la refinería y los depósitos de Aruba, estaban encendidas, y una luminosidad difusa se dispersaba por la calima y las nubes bajas. Aún no se habían decretado medidas de oscurecimiento. Con un exceso de confianza, el mando aliado en el Caribe y las Antillas consideraba imposible que los U-boot alemanes cruzaran las casi 4.000 millas náuticas a través de océano que separaban sus bases francesas de Aruba.
El Campeche, con una enorme bandera española pintada a cada lado del casco para ser identificado como buque de país neutral, comenzaba a salir del puerto. Mi padre se encontraba, por ello en el puente.
Hacia las dos, de repente, mi padre vio la estela de un torpedo pasando junto su buque, y segundos después una enorme explosión levantó casi en el aire el SS Pedernales, un petrolero lleno de combustible aún dentro del puerto. El navío quedó partido por la mitad en medio de un mar de fuego.
Un par de minutos más tarde, mi padre avistó la estela de un segundo torpedo y otro buque tanque, el SS Oranjestad, también completamente cargado, estalló y comenzó a hundirse.
A su popa, el puerto pareció convertirse en una bola de fuego que iba avanzando por el mar en dirección hacia el Campeche. Mi padre ordenó navegar "avante a toda" para salir de allí, intentando no despertar el interés del submarino. Pues por mucha bandera neutral que llevaran, en aquella mezcla de oscuridad, fuego y humo, cualquier error de interpretación del U-boot podría hacerles saltar por los aires. Los que se encontraban en el puente, comenzaron a rezar.
Afortunadamente poco después de comenzado el ataque, el submarino pareció centrarse en su objetivo principal: la propia refinería, y emergió junto a ellos. Mi padre pudo contemplar aquel casco de líneas estilizadas y elegantes, que le era muy familiar. De joven había visto crear en Cádiz, el prototipo de los futuros U-boot alemanes, aquellas terribles "manadas de lobos" que estaban hundiendo decenas de buques aliados.
El submarino los ignoraba y priorizaba cañonear la refinería para inutilizarla. De repente hubo una explosión en la cubierta del sumergible: por alguna causa su cañón principal había explotado. Entonces el U-boot comenzó a disparar con otro cañón más pequeño hacia la refinería y su entorno de tanques de petróleo.
Mientras tanto el Campeche, se alejaba lo más rápido posible de aquel escenario de guerra. Podía haber otros submarinos merodeando en busca de petroleros.
No lejos de la posición del Campeche, entre las dos y las dos y media cuatro torpedos se dirigieron hacia el petrolero americano Arkansas, que aún viajaba de vacío. Por fortuna solo uno le alcanzó, causando un pequeño incendio. El buque se salvó.
Momentos más tarde, en el brazo de mar que separa Aruba de la costa venezolana y Maracaibo, el tanquero Tía Juana fue alcanzado por un torpedo y estalló en llamas. Minutos después fue alcanzado por dos torpedos el petrolero venezolano Monagas, que ardió y se hundió rápidamente. Finalmente, el tercer submarino abrió fuego contra el tanquero San Nicolás. En unos instantes una línea de fuego y explosiones cubrió el horizonte sur.
Mi padre acababa de ver en directo uno de los episodios clave de la Segunda Guerra Mundial, hoy poco conocido: el ataque alemán a Aruba, Curazao y campos petrolíferos de Maracaibo para intentar estrangular el abastecimiento aliado de petróleo. Un grupo de varios submarinos alemanes habían abandonado a principios de mes Lorient, en la costa francesa con el objetivo principal de destruir las refinerías y sus depósitos, lo que no consiguieron, y de hundir todos los petroleros que pudieran. Mi padre y de sus compañeros se salvaron por haber cargado antes y salido del puerto a primera hora de la madrugada de aquel lunes.
Llevar visible en el buque la bandera pintada podía no servir de nada en medio del fragor de la guerra. Tal le sucedería el 19 de septiembre de 1942 al vapor vasco Monte Gorbea cuando navegando de Buenos Aires a Bilbao con pasajeros y una carga de trigo y alubias, fue hundido cerca de Martinica por un submarino alemán cuyo capitán estaba convencido de que en realidad era un buque británico camuflado. Murieron 23 tripulantes y 29 pasajeros.
Mi padre ya sabía de viajes anteriores que según atracara en Santurce para dejar su carga en el depósito franco, debería visitar al día siguiente la Comandancia de Marina para presentar un informe del viaje y de lo que había visto al navegar por el Atlántico. Informar no le gustaba, pues cualquier filtración sobre rutas de buques y convoyes podría causar la muerte de muchos marinos y Bilbao eran aquellos días un centro de espionaje.
En todo caso, tenía obligación de informar a las autoridades y facilitarles datos. Pero leyendo una novela, se le había ocurrido que podía hacer algo menos comprometido: no reflejar nada comprometedor en el Cuaderno de Bitácora y luego informar solo de hechos que la prensa ya hubiese relatado en base a las noticias que ambos bandos difundían. Para ello, había quedado con un excompañero de colegio que vendía periódicos para que le guardada los mismos cuando tenía un viaje. Nada más desembarcar, mi padre mandaba a alguien a recogerlos y los revisaba rápidamente en el barco en busca de noticias ya difundidas que pudiera incluir sin riesgo en su informe.
Al llegar a puerto, para su sorpresa, recibió una segunda petición de reunión. Un hombre le dijo que pasara la tarde siguiente por el bar del Hotel Excelsior, "le esperan". Mi padre sabía perfectamente que el hotel era centro de la reunión favorito de la colonia alemana en Bilbao, y por ello de la inteligencia alemana.
A la mañana siguiente, tras visitar la Comandancia de Marina, quedó a comer en la Sociedad Bilbaína con sus primos Zubiaga, ingenieros anglófilos, para comentarles las impresiones de su viaje. La Sociedad era en esos días la otra cara de la moneda del Hotel Excelsior, pues en ella recalaban las personas de la "buena sociedad", gentes "de orden" pero en general partidarias por educación y cultura, de los aliados. Un auténtico club de inglés.
A media tarde mi padre se dirigió al cercano Hotel Excelsior (hoy, sede de las Juntas Generales de Bizkaia). El agente le estaba esperando en el bar, un hombre joven de aspecto fornido y cabellos rubios. Mi padre se presentó "Buenas tardes soy el Capitán del Campeche, me han dicho que querían ustedes hablar conmigo". El joven le saludó y fue directo al grano: "Como ya intuirá estamos interesados en el viaje que acaba de realizar al Caribe, sus circunstancias y el tráfico de buques y convoyes que haya podido observar. Sabemos que se encontraba usted en Aruba cuando han tenido lugar acciones de guerra de la Kriegsmarine. Por ello le ruego describa con detalle lo que vio."
Mi padre le hizo un resumen del viaje y de lo que ya había recogido la prensa sobre el ataque a Aruba omitiendo intencionadamente cualquier referencia concreta al tráfico de buques o convoyes. El alemán tomó nota con detalle de todo: fechas, horas, lugares, circunstancias. Hizo pocas preguntas. Finalmente le dio las gracias. Solo le comentó que en el informe de mi padre confirmaban lo que ya sabían. Acto seguido mi padre volvió al Campeche.
Cuando acabó su relato, le pregunté: "Papá, ¿crees que le engañaste? Mi padre me dijo: "Creo que no: aquel hombre sabía que yo lo estaba contando lo que ya estaba publicado. Pero seguramente no insistió más porque era consciente de que yo no le iba a dar ningún dato que pusiera en riesgo vidas ajenas. Me pareció un caballero y es muy posible que de estar él en mi lugar hubiera hecho exactamente lo mismo. Otra cosa es que estuviera al servicio del país equivocado. Las personas no podemos elegir donde nacemos, pero sí cómo nos comportamos".
* Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999-2019