ESDE que llegué a la ciudad de Nueva York, en 1992, he presenciado el espíritu cívico de sus habitantes (soñador, sincero, meritocrático y guerrero al mismo tiempo) en numerosas ocasiones. Un recuerdo imborrable es la serenidad con la que la ciudad reaccionó a los ataques del 11 de septiembre de 2001 y la amenaza del anthrax y guerra bacteriológica doméstica que les siguió.

Hoy, la metrópoli más grande de Estados Unidos, centro de una megarregión urbana (el área triestatal, que incluye New Jersey y Connecticut, con un PIB similar al del Estado español) que constituye el primer motor de la economía estadounidense y núcleo de decisiones del capitalismo global, sufre, como el resto del mundo, los embates del coronavirus. Hemos tenido que enfrentarnos a casi todos los elementos de la pandemia: los confinamientos, la pérdida de empleos, el colapso del turismo, el aumento de la delincuencia y la presión sobre los servicios de la ciudad.

Cuando el virus avanzó por los Estados Unidos el año pasado, más de 20 millones de puestos de trabajo desaparecieron en solo un mes, la peor cifra desde la Gran Depresión. En Nueva York, donde los casos alcanzaron su punto máximo pronto, las crisis económica y de salud fueron devastadoras. Los minoristas cerraron sus puertas. Los residentes adinerados huyeron a segundas residencias en The Hamptons, en Long Island.

En una ciudad con áticos relucientes y barrios marginales decrépitos, la pandemia hizo que los extremos de ricos y pobres sobresalieran aún más. Un viaje en taxi de 10 minutos separa las fortalezas adineradas de Park Avenue, con sus porteros enguantados y apartamentos espaciosos, de los projects (edificios de vivienda social) en mal estado. Los trabajadores de cuello blanco pudieron retirarse a las oficinas en casa. Los trabajadores de servicios se encontraron sin trabajo.

Como quedó reflejado en los medios locales, los residentes más afortunados fueron los primeros en abandonar la ciudad. Durante tres meses, la población residencial en barrios prósperos como el Upper East Side, SoHo y Brooklyn Heights disminuyó en un 40 por ciento o más. La mitad de la semana se sintió como si fuera fin de semana.

Y, mientras el creciente número de personas sin empleo se jugaba en la pandemia su futuro y su vida, en áreas como el centro de Manhattan los lamborghinis estaban estacionados afuera de restaurantes abarrotados. En grandes franjas del Bronx, Brooklyn y Queens no había ningún lugar para correr o esconderse. Las sirenas de las ambulancias rondaban las calles.

Desde la seguridad de nuestros hogares, muchos de nosotros nos acostumbramos a hacer pedidos de comestibles y papel higiénico on line. Pero los ejércitos de trabajadores de servicios que se consideraban "esenciales" a menudo no se veían ni estaban protegidos.

Incluso después de que las vacunas comenzaran a estar disponibles, las desigualdades han persistido: las tasas de inoculación son mucho más altas para los residentes blancos que para otros grupos, y el acceso sigue siendo un problema.

Cuando las órdenes de confinamiento entraron en vigor por primera vez hace un año, la forma en que compramos, lo que comimos y cómo trabajamos cambió de inmediato. Muchas empresas no pudieron mantener sus puertas abiertas en absoluto. A medida que pasaban los meses, las tiendas cerraron en las esquinas una a una. A veces se podía ver que barrios enteros cambiaban aparentemente de la noche a la mañana.

Según algunas estimaciones, una de cada siete cadenas de tiendas cerró. Y, con las tiendas cerradas, había menos demanda en uno de los últimos centros de producción industrial que quedaban en Nueva York: el distrito de la confección (garment district).

Aun así, la vida continuó. Los productos desaparecían de los estantes de los almacenes de Amazon y FreshDirect tan rápido como llegaban a ellos. Los vendedores siguieron en las aceras, aunque había menos automóviles que esquivar cuando cruzaban la calle. A pesar de las terribles circunstancias, largas filas de personas esperaban rutinariamente fuera de las tiendas en los días de rebajas.

La ciudad de Nueva York depende en gran medida del turismo: 66 millones de personas la visitaron en 2019, y la industria hotelera generó 46 mil millones de dólares y mantuvo cientos de miles de empleos. La repentina desaparición de estos ingresos fue una de las primeras sacudidas económicas de la pandemia, y este sector ha estado entre los más lentos en recuperarse.

En varios momentos, las terminales del aeropuerto Kennedy y La Guardia se han sentido como grandes monumentos olvidados de la era de los viajes. Los aviones no utilizados a menudo se estacionaban en asfaltos en filas ordenadas. La recesión económica parecía más sombría en los aeropuertos que alguna vez estuvieron llenos de actividad.

Los hoteles de lujo apenas han podido llenar las habitaciones. Otros se utilizaron para albergar temporalmente a pacientes de covid-19 en recuperación o se convirtieron para alojar a personas sin hogar cuando los refugios se convirtieron en sitios de transmisión del virus. Y hay pocas pistas de cuándo volverán a brillar las candilejas de los teatros de Broadway. O cuándo vaya a regresar la multitud a destinos como el Zoológico del Bronx. El metro, habitualmente abierto 24 horas al día, sigue cerrado entre las 2 y las 4 de la madrugada.

El paquete de estímulo económico de 1,9 billones de dólares aprobado en Washington probablemente ayudará a la ciudad a evitar el peor escenario. A ello se suman 2 billones que la Administración Biden planea invertir en renovar completamente la infraestructura del país. Pero las cicatrices permanecerán durante años. En diciembre, más de uno de cada diez neoyorquinos que querían trabajar todavía no tenía trabajo.

Pero a medida que el lanzamiento de la vacuna se acelera, la gente ha comenzado a regresar a la vida pública. Las escuelas están reabriendo. La gente ha vuelto a desayunar, comer y cenar en el interior de los restaurantes, aunque con restricciones. Y los turistas y los neoyorquinos han comenzado a redescubrir los placeres antiguos, como la vista del horizonte de Manhattan desde el Puente de Brooklyn o la tranquilidad de un banco para uno mismo en el MoMA. O un abrazo con alguien que ha estado a dos metros de distancia durante el último año.

Dos sectores, el tecnológico y el financiero, están prosperando. Los estadounidenses que mantuvieron sus trabajos han ahorrado tanto dinero durante la pandemia que se espera una oleada consumista que dará como resultado un repunte más rápido de lo esperado. Aun así, James Parrott, economista de la prestigiosa New School for Social Research, señala que la recuperación de empleos será lenta y gradual.

Wall Street representa más del 20% de toda la recaudación de impuestos estatales en Nueva York y, con el mercado de valores al alza, los ingresos estatales serán de 4 mil millones más de lo esperado cuando se adoptó el presupuesto el año pasado. El alcalde, Bill de Blasio, en el último año de su mandato, cree que el futuro de la ciudad es muy prometedor. Otros piensan que las incertidumbres son demasiado grandes para tener tanta confianza. Uno de los grandes dilemas es el grado de reversibilidad, a medio y largo plazo, de los cambios que se han producido en términos de población y empleo por efecto de la pandemia, que han acentuado la dualización y la fragmentación socio-económicas de Nueva York.

No hay dudas de que New York City renacerá, como muchas veces antes lo ha hecho. Falta por ver en qué consistirá la ciudad reinventada por el admirable espíritu y la fortaleza de sus habitantes, quiénes ganan y quiénes pierden tras la devastadora pandemia del covid-19.

* United States Fulbright Professional Ambassador, Massachusetts Institute of Technology, London School of Economics