ICE el concluyente refrán que "muerto el perro se acabó la rabia". Temo que no sea así. Casi setenta y cinco millones de ciudadanos estadounidenses votaron en las últimas elecciones por el presidente más infame que ha tenido aquel país en muchas décadas. Tampoco dudo de que muchos republicanos seguirán votando por Donald Trump si la Administración permite que este siga en la política después de haber azuzado a sus simpatizantes más fanáticos a tomar el Capitolio en una orgía de estupidez y fanatismo. Ahora, el día de su desalojo, Trump parece aún estar dispuesto a seguir con su revancha política y tratará de poner las cosas lo más difíciles posibles al gobierno entrante. Es el patriotismo trumpiano. Los congresistas demócratas luchan contrarreloj por sacarle cuanto antes de la política. Entre los republicanos, las cosas no están claras.

Antes de su desalojo y para que no quede dudas de su legado, el gobierno de Trump acaba de designar a Cuba, su bestia negra particular, como "Estado patrocinador del terrorismo internacional". La decisión conlleva la imposición de sanciones a las personas y los países que realicen actividades de comercio con la isla caribeña. Ello supone la reversión de las políticas de Obama, que intentó un acercamiento a la isla y la superación de los tiempos de la Guerra Fría. También ha reconocido la soberanía de Marruecos sobre el Sahara Occidental a cambio del establecimiento de relaciones diplomáticas con Israel. Sin contar los indultos presidenciales, las visitas a los puntos calientes del país, como la frontera con México, y la aplicación de restricciones a las grandes corporaciones como Twitter o Facebook por haberle echado de sus plataformas en estos últimos días. Son solo un ejemplo de las políticas personalistas de un presidente que ha despedido de forma arbitraria a decenas de sus colaboradores más cercanos.

El Congreso, con el apoyo total del partido demócrata, está acelerando el paso para inhabilitar al presidente saliente bajo la acusación de incitar la insurrección. El documento que han elaborado pide su inhabilitación para ejercer cargos públicos y presentarse a la reelección en 2024. Es el segundo juicio político que sufre Trump, quien para una mayoría de sus seguidores se ha convertido ahora en víctima. Paradojas de la vida política en Estados Unidos y en otros tantos sitios.

Salvo sorpresas nada descartables incluso hasta la misma toma de posesión hoy por parte del nuevo presidente, Joe Biden, un camino político nuevo estará a punto de echar a andar. El control por parte del Partido Demócrata de la Cámara de Representantes y del Senado (juntos conforman el Congreso), será un condicionamiento fundamental para que este partido y su líder Biden puedan llevar a cabo su propio programa. Será, sin duda, una ventaja de la que no gozó el expresidente Obama, salvo en sus dos primeros años de mandato. Más tarde perdió la Cámara de Representantes, lo que le dejó con las manos atadas para llevar a cabo su acción política y con la sensación de haber hecho poco para lo que se esperaba del primer presidente negro de EE.UU.

Pero, pese a la mayoría demócrata en el Congreso, la conducción del país no se antoja nada fácil. El terreno está muy embarrado. No solo porque el presidente saliente, Donald Trump, ha anunciado que no asistirá al traspaso de poderes, algo verdaderamente excepcional aunque no tanto si hablamos del actual presidente, sino por la resaca política que pueda dejar el proceso de destitución, pedido insistentemente por unos y rechazado por otros tantos.

La violencia puede ahondar aún más la división interna de los Estados Unidos. El país es una Torre de Babel asentada en un único lenguaje: la violencia visible y palpable desde sus orígenes. Ya en 1804, el vicepresidente del país Aaron Burr mató al secretario del Tesoro, Alexander Hamilton. Parece ser que la relación entre ellos era algo tirante y se resolvió en duelo con la muerte del segundo. Burr escapó a otro estado y nunca cumplió prisión. Hace un tiempo, un viejo conocido al que me encontré en el aeropuerto me preguntó de dónde venía. Le contesté que del Oeste. En realidad, venía de Nueva York, pero mi última impresión horas antes de abordar el vuelo corroboraba precisamente esa realidad rebosante de violencia y abuso. En el camino al aeropuerto, un gigantesco matón con bandera confederada en su automóvil había abandonado este en medio de la vía para amenazar a una adolescente negra que había tenido la osadía de cometer una pifia al volante. No pude escuchar el torrente de abuso verbal, pero vi la cara de pánico de la mujer mientras su cuerpo se hundía más y más en el asiento. Puede que a alguien no le resulte suficientemente rotundo el caso, pero le invito a consultar los datos de los homicidios en discusiones de tráfico en este país, donde por otra parte a una buena parte de los ciudadanos y ciudadanas les parece aceptable llevar armas de fuego incluso a los centros educativos.

Nos han querido convencer que las imágenes violentas y estrafalarias que muchos vimos del asalto al Capitolio no corresponden con la realidad del país. Lamentablemente, una parte nada desdeñable del país es así. Algunos de esos estúpidos farsantes con disfraces de Toro Sentado y Davy Crockett que entraron en el Capitolio forman parte de un aquelarre de la extrema derecha y supremacista que se prepara para una guerra civil. Pero no son solo ellos. Por detrás, y esto es lo que mucha gente ignora, hay grupos bien organizados y políticos de peso que apoyan las teorías más involucionistas, como el grupo QAnon. Estos sostienen, sin despeinarse, que la actual élite del país está formada por pedófilos con prácticas caníbales. Muchas de las teorías conspiracionistas circulan ya por diferentes partes del mundo. Solo hace falta un incendiario que escupa mensajes hirientes, simples y obtusos para que los guerreros se pongan en marcha.

Trump, tras haber esparcido la gasolina, quiso controlar el fuego, pero ya era demasiado tarde. Lo mismo le puede pasar al Partido Republicano, un partido de gobierno que se ha rendido a las políticas más irracionales del presidente y que no ha sabido responder a tiempo a la amenaza que supone Donald Trump, más interesado en su egocentrismo que en el del partido que dice servir. Una escisión puede dejar al Partido Republicano debilitado y fuera de la Casa Blanca durante varios mandatos. La responsabilidad de sus dirigentes es clara: ya conocían a Trump, pero decidieron sumarse a su credo autoritario y nada institucional.

El huracán Trump remitirá, pero los restos de su paso no se borrarán tan fácilmente. Él, un multimillonario mimado, ha hecho creer a una buena parte de la población que las élites del país les han cercenado sus derechos y que no existe otra salida más que la conquista del poder como sea. En sus desvaríos, Donald Trump ha provocado que se haya creado la mayor incertidumbre de las últimas décadas. Ahora, el enemigo no viene de fuera, está en casa y es poderoso.

* Periodista