UANDO yo estudiaba Economía política en segundo curso de Derecho, nunca imaginé al economista John Maynard Keynes de actualidad tantos años después, nada menos que en el puente de mando de la Unión Europea.

Su fama se cimentó en los años 30 con la propuesta de que los gobiernos debían gastar e incurrir en un déficit tras otro para salvar a la economía. Y, de paso, acusaba al capitalismo agresivo basado en la máxima libertad de mercado y la mínima intervención del Estado (laissez faire o inacción pública), de ser el responsable de los desequilibrios que condujeron a la Gran Depresión.

La sociedad se pirra por escuchar un mensaje que apunta al consumo después de una enorme crisis económica. Y Keynes tuvo éxito desde entonces. Ha llovido mucho y todos los que saben algo de teoría económica reconocen que sus planteamientos no son capaces de combatir las crisis cíclicas, no logran el pleno empleo ni tampoco mejoran la distribución de la renta y la riqueza. Los planteamientos de Keynes se quedan en el corto plazo, en los síntomas más que en los problemas de fondo. Su teoría era coyuntural y no estructural, olvidándose del largo plazo y de las variables supraestatales que influyen en la economía.

Es cierto que Keynes defendía la necesidad de una “corrección de las desigualdades” típicas del sistema de mercado en cuanto a la distribución de la renta y de la riqueza, pero no quiso entrar en las políticas fiscales correctoras de dichas desigualdades. Sus teorías implican una inestabilidad crónica en las economías del mercado. Por eso sorprende que la canciller Angela Merkel se haya vuelto keynesiana al apoyar un Plan Marshall de estímulos a las economías europeas a costa del presupuesto común por un montante de 740.000 millones de euros.

Merkel se ha posicionado ahora en contra de los austericidas europeos y a favor de las medidas basadas en el gasto público, los estímulos agresivos a la demanda y el dinero barato que tanto favorece al corto plazo de los países de sur de Europa. Al menos ha ganado en la Unión Europea la visión de que esta crisis económica no la causan las políticas estatales sino el coronavirus.

En la anterior crisis se aplicaron los principios rigoristas y se equivocaron al imponer políticas deflacionarias y recortes del gasto público a los países más débiles del euro. Entonces, solo lograron malear el clima social con enormes protestas sociales en el sur de Europa; se estuvo cerca de liquidar el proyecto de la moneda única, que al final hubiera supuesto la destrucción de la Unión Europea tal como la conocemos. Merkel ha cambiado el entusiasmo que tuvo con los recortes a base de presupuestos restrictivos, la utilización del desempleo como un factor deflacionario y primar el aumento de las exportaciones como estímulo a la recuperación.

El keynesianismo en su versión más moderada aplanó la crisis financiera de 2009 en Estados Unidos con un estímulo de 700.000 millones de dólares a disposición de Barack Obama para evitar el colapso económico del país. Pero estamos hablando de cortoplacismo, sin otras medidas, que no ha paliado los problemas de fondo del modelo capitalista, también en la economía norteamericana, tan subvencionada como está, sin cortar las desigualdades escandalosas que la globalización financiera no ataja. La humanidad no crea problemas que no sepa resolver, argumentaba Karl Marx. El error es que esta idea ha sido monopolizada por quienes confunden la humanidad con un nosotros concreto (ideología, en este caso), en lugar de por la humanidad en su conjunto como nos señala la actual pandemia covid-19.

En el siglo de la innovación como motor del desarrollo, ¿no hay nada mejor para Europa que debatirse entre el capitalismo rancio o el keynesianismo de la deuda pública impagable? Probablemente, en esta ocasión, Merkel haya reflexionado sobre la famosa frase de Keynes cuando, a la pregunta de un asistente a una de sus conferencias sobre los efectos inflacionarios a largo plazo del gasto público y los bajos tipos de interés, respondió: “A largo plazo, todos muertos”.

* Analista