CUANDO un millón de personas se echa a la calle para, pacíficamente, expresar su ánimo y su voluntad de ser una nación respetada, el foco de atención de la opinión pública debería centrarse en destacar el hecho objetivo de la movilización y su incontestable fuerza de cambio político. Sin embargo, cuando unos centenares de radicales se obstinan en utilizar la violencia como forma de expresión y de respuesta a una situación que consideran injusta, el fuego de los incidentes, de la injustificable coacción, la alteración de la paz, termina por ocupar el primer plano de la actualidad eclipsando todos los valores positivos por los que cientos de miles de hombres y mujeres están comprometidos. En ese momento, el pueblo y sus dirigentes deben apartar a los violentos del escenario. Para evitar que la destrucción y el enfrentamiento lastre la expectativa de un pueblo, una sociedad que, a pesar del castigo, de las injusticias, sigue adelante en la búsqueda de la libertad y de un futuro mejor. Condenar la violencia y a los violentos es, para un dirigente político, no solo cuestión de fortaleza ética y democrática. Debiera ser, igualmente, cualidad de inteligencia.

Para desgracia de todos, lo acontecido estos días en relación al conflicto suscitado en Catalunya se veía venir. Llegaba la hora de que el Tribunal Supremo hiciera pública su sentencia en relación al procés porque se cumplía el plazo de dos años de prisión preventiva de los Jordis y estaba claro que el tribunal no iba a permitir ahora la puesta en libertad de los dirigentes sociales de Omnium y la ANC.

Faltaba conocer los delitos por los que la sala optaba condenar a los procesados. Y, en segunda derivada, las penas derivadas de su aplicación.

Como era de esperar, la parte sustanciosa de la condena, la correspondiente al “ilícito penal” aplicable, se filtró interesadamente el sábado 12 de octubre, en medio del desfile de las fuerzas armadas en la conmemoración de la “fiesta nacional”. Toda una señal de la intencionalidad de la noticia. El fallo no avalaría la rebelión. Se quedaría un peldaño por abajo; la sedición. Pero, para hacer más sustancioso el castigo, se vincularía tal extremo al concurso de otro quebrantamiento legal; la malversación.

Desde un principio del expediente judicial, expertos del derecho habían manifestado que la rebelión no se veía por ningún lado. Sin la violencia de un levantamiento armado, que era la tesis defendida por la Fiscalía del Estado y respaldada a pie juntillas por la clase política española y sus tertulianos opinadores (que acuñaron aquello del “golpe de Estado”), no cabía identificar lo ocurrido en Catalunya con una rebelión. Así lo habían entendido, además, instancias jurisdiccionales -la corte belga, el tribunal berlinés y la magistratura de Edimburgo- que habían desestimado la euroorden de extradición cursada por el juez Llarenas contra Puigdemont y sus consejeros.

Aún así, y pese a evidencias tan notorias, la acusación infundada de rebelión ha servido para mantener en prisión provisional a Junqueras, Turull, Rull, Romeva, Sànchez, Cuixart, Forcadel, Bassa y Forn. Casi dos años de cárcel por un presunto delito por el que no han sido condenados y del que han sido exonerados. ¿Justicia?

Pero volvamos a la sentencia. El lunes 14, la Sala Segunda del Tribunal Supremo la notificaba a las partes. Casi quinientos folios que determinan con un durísimo veredicto de castigo -condenas que van de los 9 a los 13 años de prisión- el fin de un sumario que será recurrido ante el Tribunal Constitucional y , ulteriormente, ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. El veredicto judicial, interpretado por quienes conocen los entresijos del procedimiento penal, resulta cuando menos controvertido. No es una sentencia al uso. Es, en toda regla, una respuesta de Estado a la “amenaza secesionista catalana”. Un respuesta rotunda que ha utilizado la vía jurisdiccional para condenar una acción política.

El fallo dedica una buena parte de su desarrollo a disipar dudas en relación al respeto de las garantías procesales y de la no vulneración de derechos de los encausados. El redactor de la sentencia sabía que este ámbito será extremadamente importante de cara a un recurso ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, instancia que, en su caso, valorará si los encausados han tenido un juicio justo y si sus derechos básicos han sido respetados. Marchena, sabedor de esto, ha sido escrupuloso. Transparencia en la vista oral, procedimiento garantista? Ningún cabo suelto que pudiera servir de reproche o base para una anulación.

Sin embargo, entre los argumentos utilizados para desmontar las denuncias de los acusados de vulneración de derechos, la sala del Tribunal Supremo ha entrado a valorar principios políticos de dudosa competencia en su ámbito y me refiero expresamente a sus valoraciones, cuando menos insólitas, en relación al denominado “derecho a decidir”.

Lo afirmado en la sentencia del procés se asemeja a un auto del Tribunal Constitucional. Es más, el Supremo se comporta como si fuera la Alta Sala y hace interpretaciones jurídicas controvertidas fuera del ámbito de su competencia. Sobre todo, si observamos que lo que le tocaba dirimir era una cuestión “penal”. Marchena y el resto de magistrados afirman en su auto que “el derecho a decidir como derecho atribuible a una parte de la ciudadanía que reside en una comunidad autónoma no tiene cobertura normativa, ni por sí, ni mediante su artificiosa asimilación al derecho de autodeterminación de los pueblos”. “No existe un derecho a decidir ejercitable fuera de los límites jurídicos definidos por la propia sociedad. No existe tal derecho. Su realidad no es otra que la de una aspiración política”.

Resulta llamativo que en el ámbito de una causa penal, el Tribunal Supremo desarrolle tan amplia expresión política. Es, salvadas las distancias, como si el brazo de la ley quisiera zanjar cualquier debate que reclamara una estructura plurinacional del Estado. Una afirmación dogmática de que, lo quieras o no, un vasco o un catalán es español por gracia divina y tal condición no es mutable, salvo que se cambie la Constitución. Intentar negarlo, aunque fuera por medios pacíficos, podría ser considerado delictivo. Un disparate camuflado de auto judicial.

Lo de los delitos de sedición y malversación, tiene también su historia. Sedición porque considera probado un “alzamiento tumultuario” que alteró el orden público. ¿Sin violencia? Estirada la interpretación como lo hace la Sala del Supremo, cabría entenderse que las manifestaciones de taxistas por el centro de las capitales que colapsaron durante días Madrid y Barcelona bien pudieran encuadrarse en ese término de “sedición”. Los transportistas alteraron el orden público y se negaron a obedecer las indicaciones de las fuerzas policiales utilizando sus vehículos como elemento de obstrucción.

Además, entendido el régimen penal como un sistema que juzga comportamientos individuales -no colectivos- ¿ha quedado suficientemente acreditado que los condenados fueron personalmente quienes promovieron, por ejemplo, la consulta-referéndum del 1 de octubre? ¿Ellos lo convocaron? ¿Fueron ellos los que llamaron a concentrarse frente a la sede de la Consellería de Economía de la Generalitat?

Lo mismo cabe decirse en relación a la malversación. ¿Qué dinero abonó cada uno de los condenados al ejercicio práctico del referéndum? ¿Dónde están las facturas o los apuntes económicos de dichos pagos? Dudas y más dudas que no se responden y que hacen pensar que el castigo expresado por el TS ha sido, cuando menos, cuestionable. Aunque a muchos nos resulte injusto, extemporáneo y cargado de interpretaciones que exceden la práctica judicial. Es, sin duda, una sentencia política. Y cuando el ejercicio de la justicia recorre a estos vericuetos, la justicia deja de ser justa.

Ha llegado el momento para todos de hacer un punto y final. O, al menos, un punto y a parte a esta desbocada espiral de confrontación. Resetear posiciones, restaurar las heridas y buscar puntos de partida diferentes para recuperar la convivencia. Será difícil porque las posiciones están encalladas. Porque unos miran de reojo a las encuestas cada vez que plantean moverse y se dejan llevar por la intransigencia patriotera. Y porque a otros les entra el pánico de ser reconvenidos por su propia gente cada vez que piensan en abandonar la trinchera.

La sentencia del Supremo ha cerrado un ciclo. Que comience ya un nuevo tiempo. Es la hora de la inteligencia.