CÓMO pasa el tiempo! El otro día di una vuelta por la calle en la que crecí y me quedé impresionado de la transformación que ha sufrido. No ya en la fisonomía urbana. En la peatonalización, en los locales o en las terrazas que lo invaden todo. Hasta el callejero ha evolucionado. Cuando yo vivía allí quien daba nombre a la vía era beato. Ahora es santo. La culpa la tiene algún “milagro” que halló el Vaticano en la trayectoria mística de Balendin de Berriotxoa.

Pero, sin duda alguna, lo que más llamó mi atención de la transformación de la zona fue una pequeña instalación que apenas se veía desde el exterior de la calle. Se trataba de un equipamiento modesto que ocupaba un hueco estrecho en unos de los laterales internos del edificio. Era un montacargas. Un ascensor.

En la antigua casa, había un ascensor. Lo instalaron cuando nosotros ya no habitábamos allí. Una lástima. En nuestro tiempo se intentó, pero la propuesta no prosperó porque los de los pisos bajos se negaron a pagar. Los que vivíamos en el cuarto, entre subir y bajar, hacíamos más ejercicio que las preceptivas horas escolares de gimnasia. Salir a la compra, al trabajo, al estudio o cualquier actividad y retornar al núcleo familiar suponía esfuerzo. Máxime si las idas y venidas se hacían con bultos, bolsas o cualesquiera materiales pesados. Por no pensar en el desgaste que tenía que suponer para el butanero o el vinatero subir y bajar escaleras cargados con una bombona o una jaula de botellas.

Solo de pensarlo jadeo fatigado.

Cuatro tramos de dieciséis escalones, otros tantos de cuatro, más una decena de peldaños de acceso desde el portal. Hoy, afortunadamente, aquellas idas y venidas las tengo olvidadas pero, con las rodillas machacadas, como las que tenía Mari Tere, la accesibilidad suponía un inconveniente destacable en la vida cotidiana. Era un problema hasta el punto de que tras las dos operaciones para implantar prótesis en las articulaciones de mi madre, esta, a pesar de su invencible voluntad y su resistencia al dolor, no habría podido salir de casa. Quizá por ello, una vez que la mayoría de la prole se había emancipado surgió la idea de mudarse de casa. La decisión de uno de mis hermanos y el apoyo de Donato acertaron a la hora de salir de aquel piso. Además, atinaron en el momento y en la elección de domicilio.

El elevador o ascensor es uno de los mejores inventos de la humanidad. Desde mi perspectiva, pugna por el primer puesto de “mejor invento” con la cama.

El piso en el que nos criaron era pequeño. No superaba los sesenta metros cuadrados y en él pernoctábamos seis personas -los cabezas de familia y cuatro vástagos- y en ocasiones dos canarios (no quiero decir que con nosotros vivieran dos personas procedentes de las islas afortunadas sino que compartían techo dos pájaros). La distribución de aquella estancia era un todo aprovechable. La cocina-comedor era un único espacio separado por una puerta corredera que nunca se cerraba. Allí era donde transcurría toda la actividad del hogar. Se guisaba, se comía, se veía la televisión y hasta se estudiaba o se cosía. Además, teníamos dos habitaciones. Una, para el matrimonio. La otra, a la noche, se convertía en campamento donde nos aposentábamos los chicos. La más joven de la casa dormía en una salita minúscula. Durante el día, las camas plegables volvían al armario y las estancias quedaban diáfanas. Completaba el conjunto un microbaño, con inodoro, lavabo y media bañera. Ese era el casoplón. La doble villa y media (cinco mediavillas) que nos vio crecer.

El vecindario era entrañable a la vez que simpático. Unos, casi imperceptibles, apenas se les veía. Otros, ruidosos y fácilmente detectables, tenían el estrépito por medio natural: las conversaciones elevadas de tono, los portazos... hasta las pisadas en las escaleras retumbaban; yo les llamaba los congrios porque en aquella casa siempre andaban con gritos. Y, siguiendo con peces, también había un inquilino a quien se conocía como el delfín. Era el del último piso. Por tener, teníamos colindante hasta al dueño del bar de abajo. Se llamaba La sirena. No él, la tasca de mala muerte que regentaba. Como diría mi madre, un gandul de vida licenciosa que vivía con su madre y un perrote maloliente. El can -Nerón- era poco simpático y se pasaba todo el día gruñendo. Como su dueño. El muchachote en cuestión fue uno de los que se negó a instalar el ascensor. Como él siempre estaba colgado, no necesitaba elevadores.

La comunidad era plural, como la sociedad en general. Buena gente, aunque de vez en cuando acontecían trifulcas porque alguien esparcía pelusas y suciedad por los felpudos ajenos o por los turnos de limpieza insatisfechos. Vamos, lo que pasa en todas partes.

La democracia entonces no existía y las reuniones de comunidad eran, salvadas las distancias, el único hábito de libertades conocido, si bien los ejemplos asamblearios de este tipo invitaban a la anarquía. El rechazo, por dos ocasiones, al ascensor fue el paradigma, pues solo los de los pisos altos optaron por asumir la obra. Los demás la rechazaron. Preferían seguir subiendo y bajando a pie antes que pagar. Como si ellos y sus familias no fueran a hacerse viejos y a tener, más pronto que tarde, problemas de movilidad.

Hoy, con inquilinos mucho más jóvenes, aquel portal cuenta con un ascensor-descensor moderno y funcional. Pequeño, pero suficiente. Con total seguridad, aquellas pequeñas viviendas se habrán revalorizado y la calidad de vida y bienestar del vecindario habrá ganado notablemente. La decisión de instalar un elevador ha sido tardía pero acertada.

Quienes velan por gestionar los dineros públicos y tienen que definir qué hacer o en qué invertir en sus funciones de gobierno se enfrentan al difícil dilema de establecer prioridades. Habida cuenta de que las necesidades siempre son mayores que las disponibilidades reales de dinero, establecer preferencias, una prelación de objetivos, resulta fundamental.

Lo que en ningún caso es de recibo es anunciar a bombo y platillo, cuando el tiempo de mandato ha finalizado, acciones que se desarrollarán no se sabe bien cuándo ni de qué manera. Propaganda casposa pura y dura.

Pedro Sánchez se ha pasado meses afirmando que un gobierno en funciones no podía legalmente destinar fondos públicos para abordar actuaciones ordinarias. Que necesitaba pasar por el filtro de una nueva investidura para ejercer potestades gubernativas. Según él, no cabían decisiones de compromiso presupuestario, aunque estas dispusieran de reservas legales vía convenio (desmantelamiento de pasos a nivel) o plurianuales (inversiones en alta velocidad).

Sánchez y los suyos, so pretexto de interinidad, han dejado pasar el tiempo sin mover un dedo en los compromisos públicos adquiridos. Ni transferencias, pese a haber acordado un calendario, ni inversiones, ni nada que estuviera pactado. Y ahora, en plena campaña electoral, como si de una subasta se tratara, anuncian incremento de pensiones, peonadas, financiación autonómica, hasta la licitación del tren en el corredor del Mediterráneo. Una desvergüenza que esperemos tenga sus consecuencias.

La política no es marketing. No es teatrillo ni ilusionismo. No es determinar qué hacer o qué decir como consecuencia de una encuesta o de las conclusiones de un focus group. Es transformar, mejorar, la sociedad. En definitiva, cumplir con lo acordado en el contrato de confianza suscrito con la ciudadanía a través de los votos.

Esta semana veremos cómo la acción política y la agitación mediática pivotará en la consecuencia de la sentencia del procés, que inicialmente será conocida el próximo día 14. A la espera de la literalidad de fallo, se augura mucho ruido y crispación. Nada que ayude a desatascar el problema o que lo encamine hacia una vía de diálogo. Y en ese maremágnum de declaraciones altisonantes, de admoniciones y amenazas de “hacer cumplir la ley con rigor y orden”, nos encontraremos vecinos congrios estridentes y hasta gandules arrogantes que leviten en su propio ego. Unos y otros se negarán a posibilitar una solución democrática que satisfaga la demanda ciudadana de definir el futuro de su sociedad. La negarán como quien negaba el permiso para instalar un ascensor que facilitara el bienestar reclamado por los vecinos. Pero esa solución, pese a quien pese, terminará llegando. Aunque sea tarde.