LA celebración de la Cumbre del Clima en Nueva York el pasado septiembre coincidía con la presentación del último informe del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC), dedicado a la relación entre los océanos y el calentamiento global. Una cuestión, por cierto, de la máxima trascendencia para el Estado español, con más de 8.000 kilómetros de costa y dos archipiélagos que ya se ven afectados por tormentas tropicales e inundaciones de creciente frecuencia e intensidad que asimismo, aunque a una escala muchísima menor, afectan a Euskadi.

Hace ya muchas décadas que la comunidad científica alerta, cada vez con mayor impacto mediático, sobre las causas y las consecuencias del cambio climático. Los últimos informes confirman que este proceso se está acelerando y agravando, comportando efectos incluso irreversibles, de forma que el coste económico y social de la inacción resulta cada vez más elevado: así lo ponen de manifiesto las grandes compañías aseguradoras, desbordadas por la envergadura de las “catástrofes naturales”, muy superior a las previsiones que hasta hace poco les garantizaban importantes márgenes de beneficio.

A diferencia de otras grandes crisis, lo que caracteriza la crisis ecológica y climática actual es la concatenación de causas con un mismo efecto devastador: la destrucción del ecosistema. Si no se aplican de inmediato drásticos correctivos al actual modelo de producción y consumo, la catástrofe está asegurada: desaparecerán muchos SIDS (pequeños estados insulares), proseguirá la extinción de especies, los daños económicos derivados del cambio climático serán ingentes y se deberán soportar un sinfín de efectos más. El uso intensivo de carburantes fósiles en la producción industrial y energética y la movilidad está acelerando el calentamiento global. Se suceden los episodios climatológicos extremos y en la última década hemos vivido los ocho años más cálidos desde que se tienen registros. La temperatura media de la superficie de la Tierra se ha elevado alrededor de 1ºC desde que se empezó a quemar carbón a escala industrial y, de mantenerse la actual progresión, en 2050 se superarán con creces los dos grados de aumento establecidos como límite en el Acuerdo de París.

Los datos son incuestionables pero su repetición, informe tras informe, apenas tiene impacto sobre los gobiernos, atrapados en una maraña de intereses económicos que impiden acometer políticas de largo alcance. A día de hoy estamos lejos de cumplir los compromisos de reducción de gases de efecto invernadero que se adoptaron en París, como se ha visto en la Cumbre de Nueva York, y que incluso se van quedando cortos. La transición energética avanza a un ritmo insuficiente y resulta muy difícil cambiar unos hábitos de consumo que nos llevan a arrojar a los mares más de ocho millones de toneladas de plástico al año, entre otras cosas. Los políticos deben saber que el incumplimiento de los objetivos ambientales se paga con vidas y que a la larga resultará más costoso que cumplirlos.

Una de las principales novedades en los últimos meses es la masiva concienciación de los más jóvenes; bienvenidos sean su indignación y su reproche a los líderes políticos y empresariales por no haber tomado antes medidas mucho más efectivas para frenar el calentamiento global. La ola de movilización juvenil que estalló el pasado mes de marzo no es solo el resultado de una joven, y su manera única de ver el mundo, por extraordinaria que sea. Greta Thunberg explica siempre que se inspiró en otro grupo de adolescentes que se levantaron en contra de otro tipo de fracaso en la protección de su futuro: los estudiantes de Parkland, Florida, que encabezaron una ola nacional de huelgas estudiantiles para exigir controles estrictos en la tenencia de armas de fuego después de que 17 personas fueran asesinadas en su escuela en febrero de 2018.

El reto de la crisis climática nos supera, tanto por sus dimensiones espaciales como por sus dimensiones temporales. Requerirá hacer frente, como individuos y como sociedades, a cambios en nuestras formas de organización social y económica que tengan efecto a escala planetaria y de forma duradera. Si lo conseguimos, la recompensa no será inmediata. La generación o generaciones que realicen la transición no verán los resultados porque lo más probable es que sean necesarias décadas y décadas para que las acciones que emprendamos ahora tengan efecto.

A este reto se suma el hecho de que no basta con una sustitución tecnológica, como sucedió con los gases que eliminaban el ozono estratosférico. En aquel momento bastó una reconversión de la industria para sustituir aquellos gases por otros que no atacasen la capa de ozono, pero el modelo de producción y consumo permaneció intacto. El reto actual, sin embargo, es diferente. La humanidad se enfrenta a un momento clave en su desarrollo en el que tendrá que dar muestra de su humanidad, valga la redundancia, o fracasar como especie, abocando a las generaciones venideras a un colapso civilizatorio sin precedentes.

Se nos acaba el margen de maniobra para hacer frente a lo peor de la crisis climática y ecológica, si es que aún existe ese margen. Estamos comenzando a ver y sentir sus efectos: olas de calor, fenómenos extremos, sequías o inundaciones. El hielo almacenado en Groenlandia y en Siberia se derrite a un ritmo mucho más rápido de lo previsto y los efectos son imprevisibles.

Hemos caminado hasta un punto en el que ya no podemos evitar la crisis, pero cuanto antes se actúe menores serán sus consecuencias. Para ello deberíamos dejar en el subsuelo la mayor parte de las reservas conocidas de los combustibles fósiles. La encrucijada más importante, sin embargo, puede ser la que nos abre la puerta a dos posibles realidades. La primera es aquella en la que la solidaridad y la cooperación a todas las escalas, desde lo local hasta lo internacional, permite una transición justa, social y energética que nos llevan a superar la crisis ecológica y climática. La segunda plantea la llegada a los límites de saturación ecológica actuales con todo lo que ello implica.

Pase lo que pase, y en todo momento, está en la mano de cada persona elegir el camino de la lucha o de la cooperación. Podemos avanzar, de forma individual y colectiva, hacia patrones de consumo y de vida más sostenibles, en nuestras casas, en nuestros trabajos, en nuestros pueblos, en las administraciones públicas. Y al mismo tiempo reclamar a nuestros representantes políticos que nos encaminen hacia un mundo sostenible y digno como sociedad y como humanidad. La historia demuestra que en los momentos más terribles es la unión de las personas y los pueblos la que hace posible superar las adversidades. Por enorme que pueda parecer la tarea, por tarde que parezca que llegamos, el egocentrismo o la desilusión son lujos que no nos podemos permitir.

* Experto en temas ambientales y Premio Nacional de Medio Ambiente