DURANTE las diez primeras legislaturas, hasta 2015, la investidura del nuevo jefe del gobierno era un trámite parlamentario tras la renovación del Congreso que en ningún momento planteó mayores problemas. Pero en las tres últimas elecciones -2015, 2016 y 2019- la investidura se ha convertido en el elemento determinante de la vida parlamentaria, hasta el punto de dificultar seriamente el comienzo de la legislatura (2016) y lastrar su desarrollo posterior; o incluso impedir que esta pueda iniciarse, como ha ocurrido ahora, lo que tampoco es nada nuevo (ya ocurrió también tras las elecciones de 2015). A la vista de la reciente experiencia en este terreno, más que de la investidura habría que empezar a hablar de la no-investidura, que lleva camino de convertirse en una práctica habitual (ya veremos lo que ocurre tras las próximas elecciones del 10-N) en nuestra accidentada vida parlamentaria.

El hecho de que no sea posible siquiera llevar a cabo la investidura, lo que a su vez imposibilita el inicio de la nueva legislatura y la formación del nuevo gobierno es una muestra de la anomalía institucional en la que estamos instalados en el momento presente. Asimismo, esta reiteración de la no-investidura, teniendo que dar por finalizada, otra vez, la legislatura antes de su nacimiento -que no es efectivo hasta la formación del gobierno tras la investidura- está sirviendo también para revelar un comportamiento, no precisamente ejemplar por parte de las principales formaciones políticas, que no es ajeno a la situación en la que nos encontramos. Lo que conviene tener muy en cuenta ya que la cosa no ha acabado con la convocatoria de nuevas elecciones: si la actitud de los principales partidos no cambia, y no hay por el momento indicios indicativos de que vaya a ser así, nada impide que la situación pueda prolongarse en los mismos o parecidos términos después del 10-N.

La raíz de toda esta situación, completamente anómala desde el punto de vista institucional, hay que buscarla en la falta de adecuación por parte de las formaciones políticas -las nuevas y las viejas- a los cambios en el mapa político que se han venido produciendo en el último quinquenio. Fue en las elecciones europeas de 2014 cuando empezaron a aparecer los primeros indicios de las transformaciones que iba a experimentar el sistema de partidos políticos; lo que luego tendría una expresión más clara en las siguientes elecciones, a partir de las generales de 2015, tras las que ya se produjo la primera no-investidura. Y las elecciones posteriores, incluidas las autonómicas y municipales, han dado continuidad a un proceso de reconfiguración del mapa político que se prolonga hasta la actualidad.

Esta reconfiguración del mapa político -no acabada aún, conviene tenerlo en cuenta- constituye, sin duda, el hecho más relevante del accidentado proceso político que estamos viviendo estos últimos años. Pero hay que tener presente que los cambios del mapa político no afectan solo (aunque también) a la modificación de la correlación de fuerzas entre los partidos políticos ya existentes y los de nueva aparición sino que además tiene efectos decisivos sobre el funcionamiento del sistema institucional en su conjunto, como se está poniendo de manifiesto en los hechos que vienen sucediéndose últimamente; en especial, por lo que se refiere al parlamento, al gobierno y a las problemáticas relaciones entre ambos, de lo que la no-investidura es una muestra más de la nueva situación generada por los cambios operados últimamente en el sistema de partidos.

Es preciso enmarcar la anomalía de la no-investidura en el conjunto de disfunciones institucionales que vienen sucediéndose últimamente; entre ellas, la muy escasa producción legislativa a lo largo de las tres últimas legislaturas (nula en esta última), que no puede ser compensada con la sobreactuación no-legislativa -proposiciones, interpelaciones, mociones?- particularmente prolífica en este último periodo; ni tampoco con el recurso abusivo del decreto-ley, que se está convirtiendo en el instrumento legislativo ordinario del gobierno. Por otra parte, y en relación con este, hay que constatar que en este último periodo el gobierno en funciones lleva camino de desplazar de su lugar institucional al ejecutivo ordinario, precisamente el que se forma mediante la investidura. Y no podemos olvidarnos de las sucesivas prórrogas presupuestarias, que se han convertido desde hace un quinquenio -los últimos presupuestos que se aprobaron siguiendo los trámites normales datan de 2014- en la forma habitual de acordar las cuentas públicas.

Son cuestiones que expresan las anomalías institucionales que marcan el desarrollo del proceso político en el nuevo marco multipartito existente en la actualidad, que las formaciones políticas -las nuevas y las viejas- no han sabido afrontar. Y que solo podrán hacerlo si son capaces de articular las mayorías parlamentarias, sobre la base de un programa acordado en común, que hagan posible que el gobierno pueda gobernar, que el parlamento pueda legislar, que los presupuestos puedan ser aprobados regularmente? y, asimismo, que las investiduras puedan llevarse a cabo en la forma y de acuerdo con los procedimientos previstos constitucionalmente.

Aunque las anomalías que condicionan nuestra situación institucional han proyectado sus efectos principalmente sobre el parlamento y el gobierno, no han dejado de tener efectos colaterales sobre otras instituciones y, en general, sobre las relaciones institucionales en su conjunto. Así, estamos asistiendo últimamente a un relato, impulsado sobre todo por sectores que abogan por una reorientación de signo opuesto al de la precaria mayoría parlamentaria existente hasta ahora, que ante la devaluación de las instancias representativas reivindica el protagonismo de las no representativas, en especial de la judicatura y de la monarquía. No son ajenos a esta reorientación los términos en los que se está planteando en algunos casos la intervención judicial, otorgando a los tribunales, especialmente en asuntos en los que entran en juego factores políticos, un papel y un protagonismo que no les corresponde y que en ningún caso deberían tener.

Una mención especial merece el papel del rey, que como consecuencia del fallido proceso de no-investidura ha tenido un protagonismo que no le corresponde en un sistema parlamentario. Incluso se ha sugerido, y en algún caso se ha pedido expresamente, que debía de jugar un papel más activo en la propuesta (o no propuesta) del candidato a la investidura, lo que sobrepasa por completo las funciones -no poderes- del monarca en la forma de gobierno parlamentaria. Conviene tener clara esta cuestión, porque va a haber más procesos de investidura y van a volver a surgir en ellos las propuestas demandando una intervención más activa del rey, demandas que no tienen cabida en el marco constitucional. En cualquier caso, estas propuestas vienen a completar el cuadro de anomalías institucionales que se han puesto de manifiesto con motivo del reciente proceso de no-investidura.

Ya que no ha sido posible esta vez (es la segunda vez que ocurre; la anterior fue en 2016) llevar a cabo la investidura, al menos esta experiencia frustrada puede servirnos, si no para saber lo que hay que hacer a partir de ahora, al menos para saber lo que no hay que hacer. Lo que no es poco, porque lo malo no es cometer errores, riesgo que difícilmente puede evitarse, sino reincidir en los mismos comportamientos que inevitablemente conducen a volver a cometerlos otra vez.

Acabamos de hacerlo ahora con esta segunda no-investidura; y nada impide, si no se extraen las enseñanzas oportunas de lo ocurrido y no se adoptan las medidas necesarias para evitar que vuelva a ocurrir lo mismo otra vez, que la historia vuelva a repetirse en los mismos términos, o muy parecidos, tras las elecciones del 10-N.* Profesor