AUNQUE la cautela científica sugiere que aún es pronto para afirmarlo con certeza, dos de estos récords resultan incuestionables: el número de focos de incendio, con más de 75.000; y a extensión afectada, más de 3.000 kilómetros cuadrados, el triple de lo que se ha quemado otros años. Y la temporada de incendios continúa oficialmente hasta finales de septiembre así que las cifras pueden aumentar.

La destrucción de la Amazonia significa perder ecosistemas y hábitats enteros y especies en peligro de extinción. Significa que las comunidades indígenas perderán sus tierras. Y significa que podríamos perder la lucha contra la crisis climática actual. Así, los incendios cambian el bosque amazónico y la destrucción de este bosque modifica el clima.

Estos fuegos no son un accidente. Hay sospechas bien fundadas para afirmar que la mayoría de los incendios son provocados. En las zonas selváticas, la tala y quema es una práctica agrícola relativamente normal. Es algo que se hace en Brasil y, de hecho, es algo que también se ha legalizado en la Bolivia amazónica. Pero en los últimos años esta tendencia va a más, sobre todo tras el ascenso a la presidencia de Bolsonaro, quien está alentando políticas para favorecer proyectos desarrollistas que amplíen el terreno útil para ganadería, agricultura y minería en la Amazonia brasileña.

Pero el problema del uso del fuego es global y los bosques de Sudamérica -Venezuela, Bolivia y Colombia, con más de 26.000, 18.000 y 14.000 focos respectivamente hasta el pasado 27 de agosto- no son la única región del mundo que está ardiendo. Así, está habiendo importantes incendios en Angola y en la República Democrática del Congo, al igual que los hubo a mediados de agosto en Siberia, donde ardieron más de 5,4 millones de hectáreas de bosques boreales. Y también en Indonesia, donde en el período de enero a junio de 2019 se han multiplicado los incendios en comparación con 2018, mostrando un aumento del 52%.

Indonesia, que es uno de los ecosistemas más ricos del planeta pero el quinto emisor mundial de gases de efecto invernadero, sufre una de las mayores tasas de desforestación, según los últimos datos de Global Forest Watch. Los incendios de este país son de suelo, es decir, no hay llamas visibles, solo se aprecia humo en el ambiente. Lo preocupante de este tipo de incendios es que generan turberas tropicales y estas almacenan en el suelo mucho carbono que al quemarse va directo a dañar la atmósfera.

Sobre las causas de estos incendios, en el caso de Brasil y del resto de los países amazónicos, todo parece indicar que es la expansión de la frontera (para ganadería y cultivo de soja, principalmente) lo que está detrás de estas políticas de tala y quema de los bosques. Mientras que en África o Indonesia tiene un fondo socioeconómico, el de la desforestación, el llamado slash and burn: corta, quema, cultiva y sigue cortando y quemando.

Según los expertos, el efecto más preocupante que comparten los diferentes incendios que arden en el planeta en la amplificación del cambio climático. Así, el 50% de las emisiones de dióxido de carbono (CO2) se eliminan de forma natural. De ese porcentaje, el 20% lo absorben los océanos y el 30% los bosques. El otro 50% se queda en la atmósfera y, por tanto, contribuye al cambio climático.

tormentas de fuego Otra cuestión importante en que coinciden los expertos, es que en muchos de estos países se trata de tormentas de fuego, que son calificadas como incendios de sexta generación: fuegos que tienen capacidad de crear una nube de tormenta que acaba cambiando la meteorología de la zona. El incendio controla la meteorología del área afectada y no al revés. Son los más caóticos e imprevisibles y pueden llegar a quemar 400.000 hectáreas en dos días.

En lo que respecta al Estado español, las estadísticas históricas de los incendios en la última mitad de siglo indican que arde menos superficie forestal que hace 30 años. Así, entre 1980 y 1989 se calcinaron más de 2,4 millones de hectáreas, el doble que entre 2000 y 2009 y entre 2010 y 2018, pero cada vez son más intensos. De alguna manera, es lo que está sucediendo en otros lados: incendios que no se han visto nunca, con unas longitudes de llamas y una velocidad de propagación que parecen más tormentas de fuego que un incendio convencional. El 35% de la superficie forestal calcinada en los años 80 estaba provocada por grandes incendios de más de 500 hectáreas. En lo que llevamos de década (2010-2018) ese porcentaje aumentó hasta el 44%, según datos del Ministerio de Agricultura. Refuerzan la hipótesis de menos incendios, pero más devastadores. Desde 2010 hasta la actualidad -datos hasta el 20 de agosto de 2019-, se han producido solo 117 grandes incendios forestales (GIF), la cifra más baja de la última mitad de siglo. La diferencia es que ahora se propagan más: de media, cada fuego calcina el doble de superficie que hace 30 años. Como ejemplo, el último incendio de Gran Canaria, que ya se ha metido entre los 25 más devastadores desde 1968.

Además de la climatología, otros factores como la orografía, el abandono de las actividades agrícolas y el tipo de vegetación también influyen en la propagación rápida y violenta de los grandes fuegos. Un informe de la organización ecologista WWF detalla que las especies de árboles más afectadas por los incendios en la última década son: pino resinero, eucalipto, pino carrasco, encina y el pino canario.

Según esta organización, la mala gestión de los bosques dominados por estas especies provoca que sean “más vulnerables” a los incendios que otro tipo de vegetación. En el caso del pino canario, apenas representa el 0,4% de la superficie forestal pero suma el 7% de la superficie quemada en ese periodo. Precisamente, Canarias es la comunidad autónoma más afectada por los grandes incendios forestales. El 85% de la superficie calcinada en el archipiélago ha sido por fuegos con un área superior a las 500 hectáreas.

Este verano el planeta ha podido vivir la sensación de urgencia y crisis global en todos los continentes. Hemos visto cómo Islandia celebraba un funeral por la desaparición de un glaciar, cómo Groenlandia está perdiendo grandes extensiones de hielo, cómo París y el centro de Europa se derretían con temperaturas récord, cómo el termómetro en Alaska marcaba los 32 grados... entre otros fenómenos que aparecen de manera terrorífica. Y así parece que seguiremos si no se impulsan de forma más radical acciones de mitigación y adaptación al cambio climático y políticas ambientales más sólidas.