LAS generaciones adultas han tenido que aprender de sus jóvenes en diversos momentos de la historia humana. En tiempos relativamente recientes, en las primeras etapas de alfabetización masiva en el siglo XIX, en muchos casos los hijos escolarizados enseñaron a sus padres a leer y escribir. A finales del siglo XX, en los comienzos del uso extendido de los ordenadores e Internet, fueron también los jóvenes nacidos digitales quienes ayudaron a muchos adultos a manejarse en esos códigos e interfaces radicalmente novedosos.

Hoy son también los más jóvenes quienes nos señalan, alarmados, el futuro de riesgo medioambiental para el planeta en que todos vivimos. Los adultos no ignoran los peligros y llevan debatiendo acerca de las mejores soluciones desde hace años, pero los jóvenes no parecen confiar en la capacidad de los adultos, o en su voluntad real para resolver el problema. Perciben que sus propias posibilidades vitales están en juego, y han decidido actuar.

Greta Thunberg, la adolescente sueca, ha sido pionera en este movimiento. El 15 de marzo de este año, más de un millón de estudiantes en más de cien países respondieron a su llamada a la huelga estudiantil. Algunos directivos de la OPEP han declarado que el efecto Thunberg representa “la mayor amenaza” a los intereses de la industria de los combustibles fósiles.

La lucha contra el cambio climático y el calentamiento global, y la participación de los más jóvenes en estas iniciativas, son la vanguardia contemporánea del movimiento de defensa del medio ambiente, un movimiento tan antiguo como la Revolución Industrial, y que se ha ido intensificando de forma gradual y paralela a la degradación medioambiental del planeta.

Henry David Thoreau (1817-1862), escritor estadounidense, naturalista, abolicionista, conservacionista y activista medioambiental visionario, ya percibía con claridad las nefastas consecuencias del consumo descontrolado de recursos. Thoreau no albergaba muchas esperanzas respecto de los humanos, y propuso, en su conocida obra Walden, abandonar la civilización para refugiarse en la naturaleza a orillas del lago del mismo nombre. Thoreau solía decir: “Gracias a Dios el hombre no puede volar, porque acabaría estropeando los cielos al igual que ya estropea la Tierra”.

No sabemos si Thoreau temía íntimamente que esa eventualidad acabara produciéndose, pero supo ver, hipotéticamente, sus efectos. Que los aviones contaminan mucho se conoce desde hace tiempo. Muy recientemente, Francia ha impuesto una ecotasa a los vuelos internacionales con origen o destino en ese país, una iniciativa pionera que podría tener seguidores.

La defensa del medio ambiente ante la degradación creciente producida por el capitalismo moderno, surgido de la Revolución Industrial, ha adoptado de forma frecuente, y hasta muy recientemente, la postura de sacralizar de forma romántica la naturaleza, como “lo otro” frente a la civilización urbana y a la cultura. Por ello estamos acostumbrados a pensar en naturaleza y cultura como conceptos y dominios opuestos y excluyentes.

El gran Walt Whitman (1819-1892) fue una excepción a esta norma, y en ello estriba su relevancia contemporánea en asuntos de medioambientalismo. Whitman cree que el poeta ha de “encarnar” en sus obras el espíritu de la naturaleza, pero no sacralizarla de forma ideal, fuera de lo humano, sino profundizar en la relación esencial entre los humanos y lo natural. Los humanos no tienen una deuda con la naturaleza, aunque sí se hallan unidos a ella de forma inextricable. La concepción de Whitman de esta relación intrínseca prefigura las posturas eco-críticas de hoy, y permite concebir la superación, necesaria, de la dicotomía naturaleza-cultura en un mundo inevitablemente urbano como el del siglo XXI.

Con todo, durante prácticamente los casi doscientos años de movimientos de defensa del medio ambiente, defender la naturaleza significó oponerla a la civilización urbana y sus consecuencias. John Muir (1838-1914), fundador del Sierra Club en 1892, y pionero de la ética medioambiental y de las políticas conservacionistas en Estados Unidos, creía que la naturaleza es esencial para la integridad y el desarrollo del espíritu humano. La naturaleza nos atrae como nos atrae la luz, decía. En lugar de luchar contra ella, como hace la civilización industrial, hemos de cuidarla y abrazarla. Sin esa intersección armónica con lo natural, los humanos no pueden vivir. Hoy estas ideas quizá no nos llamen la atención, pero en plena expansión del capitalismo industrial en el siglo XIX resultaban exóticas y transgresoras.

En 1962, Rachel Carson (1907-1964), bióloga marina, publicó Silent Spring, una exposición valiente de la industria de los pesticidas (el DDT principalmente) en Estados Unidos, que ilumina la profunda interconexión de la naturaleza con la vida humana. El libro ensombreció la imaginación moral de la humanidad, provocando una marea de preocupación ciudadana sin precedentes. Y cambió la cultura popular y la política, lo que llevó a la creación del Día de la Tierra y la fundación de la Agencia de Protección Ambiental en EE.UU. Carson era la escritora científica más estimada del país, y usó su voz y su credibilidad para responsabilizar al gobierno por sus abusos de poder en el ataque a la naturaleza. “Soy consciente de lo que hago, y sé que no habría paz futura para mí si guardara silencio”, le escribió a su amada.

Hoy las cosas han empeorado. El debate central ya no es hasta qué punto los cambios en el clima se deben a las consecuencias de la actividad humana. Es necesario que prevalezca el valor de los hallazgos científicos sobre los intereses políticos y económicos y que se respeten las posturas minoritarias y el disenso. Pero a la vez hay que actuar sobre las evidencias de deterioro medioambiental, que no cesan de multiplicarse: contaminación oceánica y atmosférica, deshielos, desertificación, y muchas otras.

El problema es quizá más complejo que preservar el medio ambiente. No parece razonable hacerlo sin integrar en la ecuación los retos de una civilización urbana que crece exponencialmente y sin interrogarnos acerca de una cultura económica en la que prima exclusivamente el crecimiento acelerado. Al mismo tiempo, diría que los cambios necesarios requieren nuevas mentalidades y nuevas conciencias. Y, para ello, quizá sea necesario un nuevo lenguaje no antropocéntrico, un lenguaje centrado en el respeto a la vida no humana, centrado también en la mujer y la madre, en la bondad y la empatía.

En ese nuevo lenguaje, lo “natural” no equivaldría a “naturaleza” necesariamente, como he sugerido en otros lugares inspirado por Timothy Morton, quien ha propuesto redefinir el significado de “ecología” para evitar identificarlo con “la naturaleza”. Lo natural trata de la creatividad, la emergencia y el poder autoorganizador de los complejos sistemas adaptativos.

Lo natural es la preservación del mundo, la sostenibilidad, y esta actitud es necesaria sobre todo en las ciudades. Robert Beauregard, amigo y colega de Columbia University, reflexiona sobre ello en su reciente libro Cities in the Urban Age. Nos dice que “las ciudades son al mismo tiempo destructivas y sostenibles; no desplazan a la naturaleza sino que han de colaborar con ella”.

El punto de encuentro entre realidad y utopia quizá pueda ser la búsqueda de una práctica sostenible de lo natural que, como sugiere el poeta y activista ecológico estadounidense Gary Snyder, se fundamenta en la amabilidad amorosa, la compasión, la ecuanimidad, y la conexión íntima entre la vida física y la vida interior del espíritu. En mi opinión, todo ello significa que la distancia entre lo que se piensa, lo que se siente, lo que se dice y lo que se hace ha de ser la mínima posible.

La sostenibilidad requiere una realfabetización de las conciencias. Habremos de promover una educación humana que nos permita comprender que lo que está en juego es la propia supervivencia planetaria. Lo comprendemos intelectualmente a través de los alarmantes hallazgos de la ciencia, pero no hemos mostrado aún la inteligencia sentiente o la sabiduría necesarias para actuar de forma adecuada.