A leer y escribir aprendemos muy pronto, apenas despuntamos en el cascarón familiar. Ambos aprendizajes son la base para desenvolverse con un conocimiento mínimo de la realidad y tener los mimbres básicos necesarios para ser capaz de interpretarla y lograr nuevos conocimientos. Durante muchísimo tiempo la comunicación oral fue la única forma de transmitir historias hasta el punto de que mucho de lo escrito hoy en día se basa en la tradición oral. Luego llegaría la escritura y después la lectura tal y como la entendemos ahora aunque no hay que olvidar que, hasta hace apenas ochenta años era un conocimiento reservado a la élites.

Leer y escribir es tan básico que ni se nos ocurre comentarlo. Sin embargo, la Unesco recuerda (2016) que 758 millones de adultos no saben leer ni escribir mientras 250 millones de niños no consiguen adquirir las capacidades básicas de cálculo y lectoescritura. La derivada no es otra que precariedad y falta de integración en sus entornos sociales.

Entre nosotros, llama la atención el bajo índice de lectura y el todavía más reducido de escritura, que puede considerarse un nivel casi ágrafo. Leer y escribir se han reducido a actividades utilitaristas sin que exista una vocación cultural general, mayoritaria, de lectura y escritura.

El horizonte de la vida intelectual se ensancha mediante el estudio, la conversación y la lectura, pero se enriquece mediante la escritura de aquellas cosas que a cada uno interesan o inquietan; llevar las ideas al teclado es algo que ayuda a amueblar la cabeza y el corazón. La realidad es que pocos lectores leen mucho y todavía escriben menos a pesar del uso generalizado de los ordenadores. Ahora lo que prima es emplear el tiempo navegando por Internet y las redes sociales, viendo vídeos y escuchando música, o hablando por teléfono o whatsapp.

“La lectura profunda que sucedía de forma natural se ha convertido en un esfuerzo”, señala Nicholas G. Carr, experto en Tecnologías de la Información y la Comunicación. En su provocador artículo Is Google making us stupid? (¿Está Google volviéndonos tontos?), Carr achaca la desorientación al uso prolongado de Internet desde el convencimiento de que la red, como el resto de medios de comunicación, no es inocua. “Los medios suministran el material del pensamiento, pero también modelan el proceso de pensar”, insiste, desde la premisa de que no existe crecimiento intelectual sin reflexión.

Sabemos que leer es fundamental para el desarrollo del pensamiento y la creatividad. Aun así, cada vez se lee menos y peor por la falta de tiempo unida al exceso de información aunque la explicación más cierta es la prioridad que hemos querido darle a otras cosas que hacemos. Porque, quien quiere leer, lee.

Antes resultaba corriente sumergirse durante horas en un libro y zamparse páginas y páginas mientras que ahora ha decrecido la falta de concentración y pronto se busca otra cosa que hacer. Hemos perdido capacidad para mantener una línea de pensamiento sostenida durante un periodo largo. Los datos son claros: la generación millenial -los nacidos entre 1983 y 1999- tiene un lapso de atención de quince minutos. Y la siguiente generación, llamada iGen o generación Z -la de los nacidos entre 1999 y 2018- revisa su teléfono ochenta veces al día y su concentración media no llega a los diez minutos seguidos.

Escribir, leer, verbalizar, son los recursos del pensar. Escribir es poner en limpio lo pensado, leer es comprender lo pensado por otro, mientras verbalizar es compartir. Y por ese poder transformador que tiene la lectura, cuando alguien está enfrascado con un libro, más que leyendo lo que hace es aprender, descubrir, es decir, está madurando. En la vida intelectual lo importante es no parar de preguntarse y reflexionar con espíritu crítico -pensando, leyendo, escribiendo, compartiendo- porque nos hace cada vez más humanos. O, lo que es lo mismo, al ampliarse el poder de expresión, nos abrimos a multitud de pensamientos y sentimientos que pueden hacernos cada vez mejores personas; que para eso sirven el conocimiento y la libertad: para aprender a optar por lo realmente bueno, no solo para correr tras cada pulsión o deseo.