ES difícil llegar a un acuerdo a la hora de definir y delimitar el término populismo o la política populista, como no se llegó en su día a definir el termino terrorismo en el espacio internacional, me permito recordar. Aunque, generalmente, el termino populismo, o mejor, los populismos, se asocian a la extrema derecha, los populismos, con sus variadas características, no se limitan a formaciones en la extrema derecha. Son partidos, o movimientos, que rechazan los partidos tradicionales, incensan al pueblo, rechazan a las élites, demonizan a sus enemigos, muchos fustigan a Europa y exaltan la nación-estado, rechazan o son muy renuentes con los inmigrantes, denuncian la amenaza “islamista”, avanzan propuestas simplistas, jugando a la demagogia, con líderes carismáticos con estilos políticos directos y modos de comunicación muy llamativos. No prosperan solamente en los países en recesión, sujetos a la austeridad, marcados por una alta tasa de desempleo, la generalización de la precariedad y la ampliación de las desigualdades. Así, están fuertemente implantados en Alemania, Austria, Suecia, Holanda, Finlandia? No existen solamente en los países de la Unión Europea, pues tienen fuerte presencia en países prósperos como Suiza, Noruega y en otros lugares ricos del mundo, como Estados Unidos. Los populismos no pueden interpretarse únicamente como una amenaza para la democracia liberal y representativa o, por el contrario, tampoco únicamente como portadores de la esperanza de una profunda renovación de la democracia.

Hay populistas de derechas y de izquierdas que ni siquiera reniegan del término populistas y tienen a gala ser etiquetados de tales. Traigo aquí, a título de ejemplo, cómo definió el populismo, el reconocido economista de izquierdas Thomas Piketty en un artículo que tituló Viva el populismo: “El populismo no es otra cosa que una respuesta confusa pero legítima al sentimiento de abandono de las clases trabajadoras de los países desarrollados ante las crecientes desigualdades. Es necesario apoyarse en los elementos populistas más internacionalistas, y por lo tanto en la izquierda radical, encarnados aquí y allá por Podemos, Syriza, Sanders o Mélenchon, independientemente de sus límites, para construir respuestas precisas a estos desafíos, pues, de lo contrario el repliegue nacionalista y xenófobo acabará por llevarse todo por delante” (Le Monde, 14 de junio de 2017). Recuerdo también que Abascal, refiriéndose a Casado y el PP, afirmó: “Sois el pasado y la rabieta, nosotros el futuro y la esperanza” (en un tuit el pasado 30 de abril).

De hecho, estamos viviendo el considerable fenómeno de la antipolítica que inunda la sociedad europea, fenómeno que comporta dos grandes dimensiones, una de rechazo de toda política, la otra de aspiración a otra democracia. Los populismos se encuentran en la encrucijada de estas dos tendencias, y determinan la evolución del orden democrático con su irresistible dinamismo conquistador. La actual democracia representativa está cambiando debido a la aceleración de la globalización, los efectos de la integración europea, la reducción del margen de maniobra de los gobiernos frente al capitalismo financiero, el auge del poder tecnocrático y el desarrollo de las actuales redes sociales. Todos estos elementos contribuyen, entre otros, al surgimiento de los populismos a menudo asociados con los nacionalismos de Estado y la xenofobia, y tal vez abran una nueva era, que dos autores italianos, Ilvo Diamanti, Marc Lazar proponen denominar “pueblocracia “. Publicaron en 2018, en Italia, el libro Popolocrazia: La metamorfosi delle nostre democrazie, con un éxito desbordante, tanto que ya se editó en Francia en 2019 con similar título Peuplecracie? que yo traduzco, obviamente, por “Pueblocracia”. Dudo mucho que el libro se edite en España pues, en gran parte, estudia la diferente evolución de las democracias en Francia e Italia, aunque bajo el paraguas de lo que denominan “Pueblocracia”, entienden que cabe trasladar a gran parte de Europa. Parafraseo algunas de sus ideas centrales.

Los populistas se refieren al pueblo soberano al que idolatran y santifican. Además, “el pueblo unido jamás será vencido”. Al mismo tiempo, atacan a los representantes políticos y las formas institucionales que, mediante los partidos políticos y los parlamentos libremente elegidos, representan, precisamente, la soberanía popular. Pero “el pueblo es valorado sistemáticamente como una entidad homogénea, portadora de la verdad y se le considera como fundamentalmente bueno, especialmente en oposición a las élites, también supuestamente homogéneas, siempre denigradas, descalificadas, detestadas, odiadas. Este antagonismo, el pueblo virtuoso contra sus representantes corruptos, tiene un efecto explosivo (?.) amplificado por la caja de resonancia de los medios de comunicación, principalmente la televisión, Internet y las redes sociales. Esto da un nuevo vigor y una nueva dimensión a la vieja idea de democracia directa. Más aún cuando los partidos políticos, que funcionaron como mediadores entre la sociedad y el gobierno, son extremadamente débiles y muy a menudo rechazados, mientras que las culturas políticas que han forjado se encuentran en un estado avanzado de delicuescencia”.

Las nuevas tecnologías están triunfando porque permiten a sus usuarios intervenir permanentemente en la vida pública, de forma anónima erigirse en expertos intocables en todos los temas, incluidos los más complejos, criticar a los políticos, burlarse de ellos. O denigrarlos. Como resultado, desempeñan un papel decisivo en la reactivación del mito de la “democracia verdadera” modelada por “el pueblo verdadero”. Y eso, a una velocidad vertiginosa que la política tradicional tiene enormes dificultades para integrar, para subsistir, incluso para adaptarse a los nuevos tiempos de la cultura de la imagen, del anonimato, de los tuits, de los emoticonos, de la entronización del fútbol y del fin de semana, de los viajes low cost, etc., etc. Es el reto político de la democracia del presente.

En fin, espero de la inteligencia y honestidad del lector que no me haga decir lo que no he dicho, ni defiendo: que la solución está en el gobierno de las élites, que ya han probado que, sin control, se corrompen. La gobernanza es cosa mucho más complicada. El papel y las teclas del ordenador lo aguantan todo. La realidad, no.