PARA los responsables del Euskobarometro, la sociología vasca se identifica con dos posiciones políticas contrapuestas: el nacionalismo vasco y el no-nacionalismo vasco. Bajo ese parámetro que segrega a los ciudadanos vascos en dos grupos opuestos de identidad, se han analizado sus comportamientos en los diferentes ámbitos de la vida. Como lleva el rótulo identificativo de la universidad vasca, esta imagen escindida se ha dado por buena y reproducido en todo tipo de medios, incluso en medios vascos. De esta manera, se ha trasmitido la idea de una sociedad vasca desarticulada, sin un eje central estructurante de valores sociales compartidos, rota en dos comunidades enfrentadas.

El muro imaginario En esa línea, los partidarios del PNV y los seguidores de ETA se han solido identificar en el marco de una misma cultura, definidos como los moderados y radicales del nacionalismo vasco, siguiendo el criterio de una escuela sociológica que ha preferido representar la pluralidad política de acuerdo con su propia visión ideológica, al coste de deformar la realidad.

Frente al conglomerado nacionalista, se situaría la comunidad de los que no se identificarían con el nacionalismo, conformando un batiburrillo tan incoherente como el que se presenta para el grupo anterior. El sociograma de Francisco Llera levanta un muro imaginario en torno a la adscripción política. Un muro que separa a gentes que viven juntas, que diariamente comparten valores y experiencias y que reaccionan de manera similar ante los mismos estímulos y amenazas.

Ciertamente, hoy hay muchas cosas que diferencian a unos vascos de otros, que se manifiestan a través de un pluralismo social y político enriquecedor, pero sin que se presenten antagonismos irremediables entre posiciones diferentes. A partir de un largo proceso de decantación que históricamente ha resultado conflictivo se ha llegado a asentar un marco de sociabilidad compartido mayoritariamente, fundamentado en principios que compartimos de manera transversal. Hemos pasado de la bipolaridad violenta carlista-liberal del siglo XIX a la sociedad vasca moderna que, con el desempeño de personas e instituciones de diverso signo, ha dado la espalda a los intentos frentistas de las minorías violentas y radicales.

Un sentido de sociedad Frente a los muros o trincheras que separan y excluyen, tras la caída del franquismo en Euskadi se ha promovido una dinámica política integradora. Vale para designarla la metáfora del cauce central, figura que alcanzó una gran difusión a comienzos de este siglo XXI. Aunque haya que reconocer que el nacionalismo ha tenido un protagonismo principal en la vertebración de esa centralidad, el cauce ha sido excavado con gran trabajo y durante décadas por fuerzas diferentes, que han sabido afianzarlo hasta el punto de que las corrientes democratizadoras han logrado desbordar la rigidez de las orillas radicales. De esta manera, contra el empeño obstaculizador de estas últimas, se han consolidado los valores que sustentan la actual centralidad vasca: un sentido de sociedad con una personalidad distintiva y una voluntad clara de autogobernarse de forma democrática, y el aprecio por el trabajo y la justicia social como impulso del desarrollo humano.

En ese escenario central, que es dónde se ha dilucidado el liderazgo institucional, ha estado siempre el partido principal del nacionalismo vasco. La identificación del PNV con el cauce central de la sociedad vasca se ha sostenido en la coherencia de un humanismo de arraigo vasco y en una inteligencia práctica, a buen recaudo de oportunismos erráticos. Precisamente, la solidez de este liderazgo ha obligado a que las posiciones más orilladas, cuando quieren disputárselo al PNV, no tengan más remedio que evolucionar de manera creíble hacia el cauce central.

En la actualidad, la sociedad vasca se articula alrededor de un centro estable, a partir del que se desarrolla una agenda subordinada principalmente al bien de nuestro país. Esto es un problema para los partidos de sujeción estatal. Pero algo parecido le está sucediendo a la segunda fuerza vasca -EH Bildu, coalición dirigida por la izquierda abertzale-, que quiere orientar su actuación hacia el logro de la victoria electoral. El centro gravitacional de la política vasca no es solo geográfico. Cuando hablamos del bien del país, nos referimos sobre todo a valores. De ahí que la izquierda abertzale se sienta obligada a desconectarse de su orilla histórica, de su radicalidad revolucionaria, para poder aspirar a encabezar el centro vasco.

En ese contexto se entiende la autocrítica política que Sortu realiza sobre la posición que el MLNV adoptó ante el Estatuto, entendido ahora como un avance “arrancado al centralismo español” (Arkaitz Rodriguez, 25 de octubre de 2018). El centro vasco, sin embargo, será inasequible para Arnaldo Otegi mientras se niegue a admitir la injusticia del terrorismo.

Hiperpolarización española Ante la hiperpolarización política española, puede parecer que vivimos en el oasis vasco. Pese a ello, no deberíamos olvidar que la cuestión de quién es el que va a gobernar en Madrid no deja de interesar a la mayoría social vasca.

El ciclo electoral en el que estamos, con cinco urnas a llenar en un mes escaso, va a originar -ha originado ya- un debate político en el que será difícil distinguir lo que nos jugamos con cada papeleta. Desde luego, debiéramos depurar la confrontación española antes de aportar a su resolución, de tal manera que no afecte a nuestra estabilidad. Aun así, no deberíamos perder de vista que el riesgo para la estabilidad del centro vasco está en el conjunto del ciclo electoral. Y, finalmente, habríamos de tener en cuenta que el sostenimiento de esa centralidad, vertebradora de nuestra integración social, depende de que el voto vasco sea emitido desde una perspectiva comprometida con una agenda propiamente vasca.