COMO profesor de Filosofía del Derecho, he dedicado cuarenta años, a enseñar a jóvenes entusiastas que el derecho es el auténtico (aunque no el único) instrumento mediante el cual se puede llegar a construir una verdadera sociedad democrática porque yo también lo creía así. Mis convicciones han sufrido una fuerte sacudida al mismo tiempo que compruebo la confusión y el desconcierto que se ha instalado en aquellos jóvenes y no tan jóvenes alumnos, y entre los ciudadanos de a pie, como consecuencia de las acciones realizadas y resoluciones adoptadas por los tribunales correspondientes (competentes o no, esa no es la cuestión aunque quizá también) en las cuestiones relacionadas con la declaración (o no) de independencia de Cataluña.
La imputación de delitos como el de sedición o el de rebelión, sin mediar violencia, para encarcelar a los miembros del Gobierno catalán podría ser un ejemplo de resolución judicial que lleva a la confusión. No obstante, el auto judicial que riza el rizo del desconcierto, a mi juicio, es el que mantiene la prisión preventiva para el vicepresidente de la Generalitat de Catalunya, Oriol Junqueras, en base a que “sus aportaciones están vinculadas a una explosión violenta que de reiterarse no deja margen de corrección o satisfacción a quienes se vean alcanzados por ella” cuando la bandera que constantemente enarbola el proceso catalán es la no violencia. Aunque quizá contribuya a elevar las cotas de perplejidad al máximo “el acuerdo” de la Audiencia Nacional de “prisión provisional comunicada y sin fianza y su busca y captura”, a la vez que se libra “orden europea de detención y entrega con fines de extradición” para el presidente de la Generalitat y sus cuatro consejeros radicados en Bélgica, para, días después retirar la orden europea y mantener, únicamente, la resolución para el territorio estatal. Es inevitable preguntarse: ¿a qué se debe esta forma de utilizar y aplicar el derecho, que los propios juristas tienen serias dificultades de prever?
Del Estado de derecho Sigo creyendo en el Estado Democrático, esto es, en el modelo de Estado en el que la igualdad de derechos y la noción de justicia se asientan sobre el principio de personalidad entendido como exigencia ética radical. Y digo Estado democrático y no Estado de derecho porque el concepto Estado de derecho, que la ciencia del derecho ha acuñado como dogma, los políticos profesionales han convertirlo en tótem y el pueblo llano ha acabado asociando con la democracia, puede no ser una democracia.
Estado de derecho solo significa “Estado del instrumental jurídico”. De manera que una dictadura puede ser perfectamente un Estado de derecho al igual que lo es, necesariamente, una democracia. Así pues, para que quede claro, señalaré que también el Estado Totalitario de Hobbes y la Monarquía Patriarcal de Filmer, ambos modelos teóricos puros de absolutismo, son Estados de Derecho.
Entonces, ¿dónde está el quid de la cuestión? El quid está en el derecho, en qué entendemos por derecho, en si hablamos de un derecho de racionalidad formal o de un derecho de racionalidad sustantiva en las categorías de Max Weber. Si nos referimos a un derecho en el que lo esencial sea la forma y, a través de ella, se procure la garantía de las libertades o, por el contrario, hablamos de que el respeto de las formalidades sea lo menos y lo que importe (sobre todo) sea el resultado. Es decir, la eficacia de su aplicación a cualquier precio.
Si pensamos en un derecho asentado sobre la dignidad y que respete (todos) los Derechos Humanos (no solo los fundamentales) o, por el contrario, imaginamos un derecho atrapado en la lógica y valores del mercado que engulle, condiciona y pervierte la política.
Esas son dos formas antitéticas de entender el derecho que obedecen a dos maneras radicalmente diferentes de comprender sus formas de legitimación. La primera se asienta sobre valores absolutos tales como la libertad, la igualdad, la solidaridad, la dignidad. La segunda se apoya en valores relativos como, la eficacia, la rentabilidad, la utilidad, el beneficio.
La primera da sentido, en el marco específico del derecho, a principios como el de legalidad, de igualdad ante la ley, de generalidad de la norma, de seguridad jurídica? La segunda somete al derecho a la lógica del mercado elevando a la categoría de principios jurídicos la utilidad, la eficacia, la oportunidad? o la previsibilidad (este último, principio de casino más que de mercado).
Dicho de otra manera, la norma perteneciente a la primera concepción del derecho se imbrica en los Derechos Humanos y, por tanto, el fin último al que sirve es al individuo y, por ende, a la sociedad. Por su parte, la norma que se enmarca en la segunda versión del derecho obedece a la racionalidad con la que funciona el mercado de manera que una norma es válida si consigue los objetivos para los cuales fue dictada.
Dicho todo ello, está claro que la diferencia entre una y otra forma de concebir el derecho estará en el hecho de que la seguridad jurídica esté o no garantizada. Resulta evidente que, en el primer modelo, la certeza de las consecuencias de los actos realizados conforme al derecho es la piedra angular del mismo. No ocurre lo mismo con el segundo modelo, en el que la seguridad jurídica está ausente porque declina su presencia en aras de lograr lo que se pretenda.
El cambio de un derecho que dispensaba certezas, garantías, seguridades, libertades, igualdades y velaba por la solidaridad a otro que -a cualquier precio- solo persigue ser eficaz supone una verdadera crisis de legitimidad del Estado. Y ello porque distorsiona su propia razón de ser (medio al servicio del ciudadano) para convertirse en “fin en sí mismo”.
De la legitimidad del Estado Las crisis de legitimidad del Estado (en general) no son banales porque van instaurando la desconfianza del ciudadano en las instituciones. Esta crisis de legitimidad que tiene su epicentro en la mutación de los principios sobre los que se asienta el derecho además supone una auténtica involución democrática y la apertura de una vía que, a lomos de la discrecionalidad, nos lleva cada vez más lejos de una democracia.
El caso catalán, que tanta confusión genera entre los juristas en particular y entre los ciudadanos en general respecto a la adecuación y aplicación del derecho por parte de los tribunales, ha puesto en evidencia las muchas vergüenzas que se ocultan.
El procés de Catalunya ha puesto sobre el tapete la realidad de la Constitución (creada bajo el ruido de los sables), la realidad de la política (su concepto sui géneris de democracia), la realidad de los poderes económicos (su verdadero dios, el dinero), la realidad de los medios de comunicación (su mágica capacidad de transformación de la información), la realidad del mundo intelectual (¿existe?), la realidad del propio poder judicial (su disposición a la marshallización).
Finalizaré diciendo que no puedo evitar que una sospecha malsana se apodere de mí cuando escucho la expresión “Estado de derecho”. Cuando escucho “cumplimiento de la ley”. Y esto, sin retrotraerme a tiempos más lejanos, me ocurre cuando escucho estos mensajes en las voces autorizadas de partidos como el PP, PSOE o Ciudadanos al referirse al caso catalán.
Con ello no quiero decir que no sean partidos democráticos, ¡faltaría más!, solo advierto de que la aplicación del artículo 155 de la Constitución (a pesar de que se encuentre en el interior de una Constitución democrática) abre la puerta de par en par al derecho de racionalidad sustantiva y este no es el que se corresponde, precisamente, con una sociedad democrática. Y reiteraré que solo creo en el Estado democrático, en aquel cuyos operadores jurídicos profesen y materialicen un auténtico derecho democrático.