FUERON días duros, muy duros, en los que hubo que apelar al coraje, a la serenidad, al sentido común, para evitar cometer errores que provocaran lo que en realidad pretendían aquellos canallas: que no pudiéramos realizar un tránsito sosegado de la dictadura a esa democracia.

En aquellos días hubo altura de miras, en especial desde un PCE golpeado y también desde quienes intentaban dirigir el tránsito. Allí emergieron dos figuras cruciales que demostraron sus dotes de estadistas, Adolfo Suárez y Santiago Carrillo, a los que luego acompañaron Felipe González, Tierno Galván, Xabier Arzalluz, Jordi Pujol, incluso el mismo Manuel Fraga o Miguel Herrero de Miñón. Fueron momentos para estadistas que evitaran lo peor. Gentes de esa talla se echan en falta en los momentos actuales.

Volvamos a la realidad. Aquellos siete días, aunque realmente fueron cuatro, los que transcurren desde el asesinato de Arturo Ruiz a la masiva manifestación por los asesinatos de Atocha, se asemejan a estos 16 primeros días de octubre, aunque afortunadamente esta vez sin el dramatismo de los asesinatos de entonces... aunque algunos parecen que los echan de menos cuando pretenden parecerse -irresponsablemente- a la vía eslovena que destrozó aquel país con diez días de guerra, cerca de cien muertos y centenares de heridos. Por cierto, aquello salió bien por dos razones: porque la todopoderosa Alemania lo apoyó con fuerza y porque el ejército de Yugoslavia estaba más pendiente de la guerra con Croacia. No mentemos la bicha, por favor.

Estos nuevos complejos días se iniciaron precisamente el primer día del mes, en el primer aniversario de otro acontecimiento que movió los cimientos del país, el golpe de estado en el seno del PSOE contra su entonces secretario general, Pedro Sánchez, quien ahora, en una cabriola del destino, vuelve a serlo doce meses después.

Este todavía reciente primero de octubre hubo una gran movilización de la ciudadanía catalana favorable a su independencia y una reacción desorbitada y condenable del gobierno de Mariano Rajoy, que con su torpeza encumbró ese deseo, hasta entonces deslegitimado ante la comunidad internacional, de una manera que ni sus propios impulsores habrían imaginado. Ese día los halcones de ambos bandos se impusieron a las palomas y el Estado español entró en la crisis más importante de la democracia. En un momento de especial debilidad en lo intelectual por falta de estadistas, de ideólogos con altura de miras como sí hubo en la injustamente denostada Transición.

Posteriormente, un rosario de manifestaciones de uno y otro tipo, en las tres aristas que tiene el conflicto, los dos extremos, de independentistas y los que denominan unionistas, con toda su parafernalia de banderas y eslóganes y la inmensa mayoría, lamentablemente silenciosa, con su blanco por bandera y sus posiciones de puente, en estos días mal consideradas. Dominan los extremos y la irresponsabilidad se impone a la sensatez.

Después, el esperpento del pleno del Parlament del martes 10, en el que el independentismo dilapidó el activo que el gobierno de Rajoy le regaló el día 1, especialmente a nivel internacional. Y después de esa deriva que nadie entiende ni apoya, se encuentran en una situación peor que antes del pseudorreferéndum, con este deslegitimado incluso por sus propios observadores y todos los organismos, comenzando por la Unión Europea (UE), dándoles la espalda. En ese sentido, tienen especial relevancia las últimas declaraciones del presidente de la Comisión Europea, Jean Paul Juncker, quien como ya era sabido les dejó meridianamente claro que no iban a consentir que la UE fuera en un plazo breve de tiempo formada por 98 estados miembros.

En la misma dirección se pronunció el presidente francés, Emmanuel Macron, cuando comentó que no se podía consentir una declaración unilateral de independencia de Catalunya porque al día siguiente se encontraría con un problema similar en su país, o en un lander alemán de Angela Merkel, o Italia con el norte... La contundencia de los argumentos desinfló los ánimos de los sectores más moderados del independentismo catalán, especialmente en el seno del PDeCAT, antigua Convergencia, que, incluido Artur Mas, comenzaron a recular a partir de ese mismo instante.

Pero no fueron solo las presiones internacionales o las amenazas del gobierno del PP las que han desinflado el suflé independentista, sino especialmente el sector económico, financiero y bancario catalán que en los últimos días ha puesto toda la carne en el asador.

Según se ha filtrado, las reuniones de gentes significativas de la antigua Convergencia, incluido el propio Puigdemont, con estos sectores han hecho tambalear el procés. La reunión habida la noche del sábado anterior con el máximo dirigente del poderoso Círculo de Economía de Catalunya, Juan José Bruguera, remató la jugada. De ella, según testigos directos, el president salió desencajado.

Pero conviene volver al famoso Pleno del Parlament del 10 de octubre. En él, Puigdemont infringió todas las normas legales, éticas y estéticas habidas y por haber. Basta recordar que su propia Ley de Desconexión, aprobada por cierto de manera ilegal, ya que según el Estatut necesitaba una presencia de dos tercios, o sea 91, para ser aprobada y lo hizo con 72, señalaba lo siguiente: “48 horas después de la proclamación de resultados del referéndum y en el caso que hubiera habido más votos afirmativos que negativos, el Parlament proclamará la República de Catalunya”. El Parlament, no el president. Eso señala su propia ley.

Por lo tanto en ese pleno, tal y como advirtió acertadamente Miquel Iceta y posteriormente el portavoz del PNV en el Congreso, Aitor Esteban, no se proclamó la independencia de Catalunya y, por tanto, tampoco se pudo suspender. Todo un despropósito.

A partir de ahí, la locura colectiva, idas y venidas, reuniones y más reuniones y un cuervo negro sobrevolando sobre Catalunya, la posibilidad de poner en marcha el ya famoso artículo 155 de la Constitución. O sea, despeñarnos todos, ellos y nosotros, por el barranco. Puigdemont había frenado justo en el borde, pero ahora el PP tenía la tentación de dar el paso suicida.

Ahí apareció Pedro Sánchez. Rajoy aceptaba frenar el 155 dando una oportunidad al diálogo y aceptaba dar contendido a la Comisión creada en el Congreso abriendo la posibilidad de la necesaria reforma constitucional. Una reforma que debe conducir, sin prisa pero sin pausa, a nuestro país a un Estado Federal Plurinacional, recogiendo de alguna manera la posibilidad de realizar referéndums pactados. El día 1 solo el 37% (suponiendo que fuera esa cifra realmente) de la ciudadanía catalana apoyó la independencia, es cierto, pero también casi el doble apoya el derecho a decidir su futuro.

Quizás sea el momento de escuchar voces autorizadas, como la de Iñigo Urkullu, un estadista en medio de tanto insensato, que apuesta por dar una respuesta a “las aspiraciones legítimas” del pueblo catalán que conjugue “el principio democrático con el principio de legalidad”. Qué buen intermediario sería.

¿Eso era suficiente? Probablemente, no. Dependía de la respuesta que Rajoy emplazó a Puigdemont a dar antes de ayer. Lo tenía fácil el president, solo debía decir la verdad, refutada por sus propios halcones de la CUP y ANC, que le instaban a que declarara realmente la independencia. Pero no ha sido así y nuevamente da un paso hacia el abismo.

A partir de ahora, de nuevo una larga espera hasta el jueves. Una nueva oportunidad para abrir un diálogo y una negociación. Puigdemont ha fallado, es cierto, no ha respondido “no” a la requisitoria de Rajoy, pero tampoco ha dicho “sí”. Avanza solicitando una reunión y un tiempo muerto de dos meses. Firmando, por cierto, como president de la Generalitat.

¿Botella medio llena o medio vacía? De cómo se interprete por el gobierno de Rajoy y de la presión que se ejerzan sobre ambas partes, y entre ellas la de Pedro Sánchez, dependerá que no acabemos despeñados y con daños irreparables para todos.