UNA de las características más peculiares del funcionamiento de la economía actual es la inevitable presencia del crédito para poder producir, lo mismo que para poder consumir, una necesidad tan absoluta que ha llevado a algunos economistas a preferir la denominación “economía de crédito” a la de “economía capitalista” para definir lo específico del vigente modelo de organización social.
El año en que se murió el régimen franquista, por cada cien pesetas de valor añadido en la economía, había 130 de crédito. Cuando España se abrió a la Unión Europea, la relación ya era de 100 pesetas de valor por 150 de crédito. En el momento en que el euro entró en nuestras carteras, por cada 100 euros de valor había 185 euros de crédito. En 2012 llegamos a disponer de 330 euros de crédito por cada cien de valor nuevo producido. Desde entonces, la cosa se ha calmado un poco, pero todavía hoy el volumen de crédito multiplica por dos veces y media la creación anual de valor. El crédito es el maná de los tiempos actuales y si no lo hay, tampoco hay harina y todo es mohína.
El año pasado, el crédito total en el País Vasco a familias, empresas y administraciones públicas se elevó por encima de los 70.000 millones de euros. Algo más de un tercio fue suministrado por el banco creado a partir de las cajas de ahorro vascas. Pero esta entidad está especializada en dar crédito a las administraciones públicas (otorgó el 47% del crédito a las administraciones en el País Vasco) y sobre todo a las familias, a las que dedica tres de cada cuatro euros de crédito.
La contribución de las cajas de antaño y Kutxabank de hogaño a la financiación de la actividad productiva es, por tanto, muy reducida. De hecho, las cajas vascas se especializaron en mantener participaciones en grandes empresas más por razones políticas que estrictamente económicas. Y la cosa sigue igual, pues el crédito destinado en Euskadi a las pequeñas y medianas empresas por el banco vasco, algo más de 2.500 millones de euros, es de cuantía inferior a la que dedica a las grandes empresas, unos 3.500 millones y apenas el doble de la que decida todavía hoy a la promoción inmobiliaria.
Esta escasa capacidad de financiar la actividad productiva se encuentra detrás de la pérdida de algunas oportunidades estratégicas para empresas vascas, como por ejemplo la de que Gestamp diera un salto de calidad con la posibilidad de quedarse con los activos de Abengoa, cuyos recursos tecnológicos en el sector del reciclado, del agua o de las energías renovables hubieran supuesto un posicionamiento internacional estratégico para la empresa vasca en sectores clave para el desarrollo de la energía del futuro. Por no encontrar 200 millones de euros de financiación extra, la empresa retiró su oferta sobre Abengoa (“no ha podido ser por los bancos”, declaró hace unos meses el máximo responsable de la empresa vasca).
La incapacidad del gobierno andaluz para defender una de las empresas más emblemáticas de su región y meter en cintura antes a unos propietarios irresponsables, y ahora a unos acreedores cortoplacistas y miedosos, no puede servir de excusa para reconocer que tampoco por estos pagos disponemos de una política industrial estratégica avalada por las instituciones públicas vascas, que parecen de un tiempo a esta parte estar a la defensiva y a aguantar el chaparrón.
Tras el apagón de Fagor -empresa que fuera en su momento líder en captar recursos públicos de las administraciones vascas para investigación y desarrollo- el estallido de Cegasa o el mal rollo que da la estrategia de relocalización y reestructuración de ArcelorMittal, hace tiempo que se deberían haber activado actuaciones de urgencia para rescatar elementos centrales del tejido productivo vasco. No basta con recolocar los restos de empresas punteras en manos de grupos extranjeros, que en el mejor de los casos tienen más o menos experiencia industrial pero con cierta frecuencia se trata de fondos financieros con estrategias de corto plazo.
Necesitamos reforzar la propiedad local sobre el tejido productivo, en particular en los sectores clave para el desarrollo tecnológico. Cabe preguntarse si hemos aprendido algo viendo lo que ocurre con otra empresa tecnológica con fuerte arraigo vasco, como es Panda. En manos de fondos de inversión desde 2006, el Gobierno vasco se ha comprometido con una estrategia de salvamento financiero de la empresa, avalando la refinanciación de deudas pero dejando en manos de los propietarios -en primer lugar el fondo de inversión de Alicia Koplowitz, Gala Capital, y otros similares- el control de la empresa.
Es posible que haya personas con una amplia variedad de conocimientos, pero no parece que un consejo de administración plagado de expertos financieros sea lo más adecuado para una empresa de software. No tiene nada que ver el estilo de dirección y gestión fuertemente vertical de una empresa financiera con la horizontalidad requerida por una empresa de software. Una actuación más proactiva del sector público debiera incorporar en los criterios para avalar a empresas consideradas estratégicas, un cambio radical en los criterios de gestión que hayan podido poner en riesgo de supervivencia a las mismas.
Claro que para eso hace falta que el compromiso económico sea algo mayor que el que puede otorgar el Gobierno vasco, que en este caso se ha reducido de nueve a cuatro millones de euros en avales para refinanciar una deuda de 30 millones.
Cada vez es más evidente que solo con el presupuesto de las administraciones pública es imposible llevar a cabo una política industrial eficaz, pues las partidas disponibles no dan ni siquiera para una política de salvamento de empresas. Actuaciones de calado, no ya de reconversión, sino de fomento y expansión de sectores productivos, requieren disponer de una palanca potente del lado del crédito, comprometida y coordinada con la estrategia pública de fomento y desarrollo de capacidades productivas locales.
Una política industrial activa debe reinventar sus contenidos y proyección estratégica, promoviendo por ejemplo el accionariado compartido público-social, es decir, entre el sector público y los trabajadores de las empresas, una alternativa a las propuestas de relación público-privado cuyo balance (autopistas, hospitales, I+D?) no puede ser en general más negativo? para el sector público. Tiene que tener la capacidad de identificar y actuar sobre las necesidades del tejido empresarial local más allá de la propia circunscripción de las fronteras administrativas locales.
También debe contar con una participación más comprometida de las organizaciones de trabajadores, instaladas con frecuencia en un resistencialismo estéril y con poca vocación de promover entre los trabajadores compromisos con la propiedad del capital.
Pero, sobre todo, una política industrial tiene que disponer de capacidades humanas y financieras con experiencia en la financiación estratégica, la identificación de oportunidades, la asunción de riesgos empresariales y vocación de subordinación al bien común. Algo que no se puede exigir a una entidad cuyo objetivo sea maximizar el lucro minimizando los riesgos, es decir a un banco tradicional, al margen de quienes sean sus accionistas. En una sociedad industrial moderna la banca pública no es por tanto una posibilidad; es una necesidad cada día más imperiosa.