UNO de los atributos más importantes del ser humano es la capacidad de relacionar, de encajar aspectos aparentemente dispersos de la realidad y de aplicar conceptos que provienen de otros campos y disciplinas. Viene esto a cuento de que visionar recientemente la excelente película Hannah Arendt, de Margarethe von Trotta, me ha suscitado una serie de interrogantes.
Desde el punto de vista de la teoría del conocimiento, cabe señalar que las grandes aportaciones científicas a lo largo de la historia de la humanidad poseen una característica fundamental: permiten relacionar aspectos a primera vista dispersos de la realidad más allá del hecho analizado en cuestión. La capacidad de los conceptos para elevarse por encima del aquí y ahora y ser aplicados a realidades aparentemente alejadas es un aspecto clave. Algo de eso me ha pasado con el concepto "banalidad del mal" acuñado por Hannah Arendt a propósito de esa etapa de su vida marcada por el juicio de Eichmann, celebrado en Jerusalén, al que asistió en calidad de corresponsal y que plasmó tanto en sus publicaciones en New Yorker como en una obra posterior. Como es de sobra conocido, la autora armó un revuelo cuando constató la profunda frustración sentida al analizar la conducta de uno de los personajes más abyectos de la humanidad para afirmar, con honda preocupación, cómo cuando el individuo cede su condición de tal y se convierte en un autómata al servicio de un proyecto sin cuestionarse sus fines, está condenado, como decía Groucho Marx, a alcanzar las cumbres más altas de la miseria humana y, consecuentemente, a cometer las más ominosas aberraciones. De ahí, según la autora, la frustración generada por el personaje y, lo que es peor, la incapacidad para entender por parte de mucha gente -que esperaba poco menos que un ser depravado en el peor sentido de la palabra- el posicionamiento de Arendt.
Obviamente, no se trata de comparar lo que significó el Holocausto de millones de judíos con la situación actual. No es esa mi intención. Pero no he podido sustraerme al hecho de que conceptos como el de "la banalidad del mal" pueden ser perfectamente aplicables a otros ámbitos de la realidad en este momento.
Desde el comienzo de esta ya prolongada crisis, se ha intentado presentarla como producto de una serie de actividades más o menos fraudulentas derivadas de conductas bien al margen del sistema o, en otros casos, cometidas por personas, grupos, instituciones "sin escrúpulos morales" en un intento claro de demonización y de subjetivización por parte de los creadores de opinión. La mayor parte de los diagnósticos que he leído hasta la fecha han hecho hincapié en esta idea central: "La desestabilización ha sido producida por grandes tiburones financieros, carentes de escrúpulos que deliberadamente han desestabilizado al sistema". La catarsis del sistema requería ponerle nombre y apellidos, bien fueran estos Madoff, Soros o cualquier otra institución corporativa: Goldman Sachs, JP Morgan o Lehman Brothers por citar solo unos ejemplos.
Paradójicamente, la subjetivización y la culpabilización tienen por objetivo salvar al sistema. Siempre es más fácil proyectar nuestras culpas en individuos o instituciones perversas, clavándoles con alfileres a modo de rito de vudú, que asumir como evidencia que la impersonalidad de las reglas que obedecemos son las verdaderas causantes de este desaguisado: moral, económico y social en el que estamos inmersos. ¿Cómo pensar que los fondos de pensiones al concentrar ingentes cantidades de recursos de pensionistas tienen tal poder desestabilizador que operan como verdaderos tiburones en los intersticios posibilitados por el propio sistema? ¿Cómo creer que fondos de inversiones que acaparan el dinero de ingentes ahorradores bienintencionados que exigen como criterio existencial mayores tasas de rentabilidad a sus inversiones financieras producen un efecto acumulativo y tienen tal fuerza de presión en el mercado que pueden desestabilizar a países enteros a través de la compraventa de empresas y de activos? ¿Al fin y al cabo las entidades financieras no han tratado sino de corresponder a los deseos de sus clientes poniendo en marcha mecanismos cada vez más sofisticados para remunerarlos? Pero admitir que el propio despliegue normativo de las reglas del sistema produce estos efectos perversos nos da yuyu porque es reconocer implícitamente la perversidad moral de un sistema que actúa siguiendo los patrones de normalidad al uso. Es lo que en lenguaje teológico se denomina el pecado estructural, lo que nos vincula a una lógica ciega que, en menor o mayor medida, nos hace corresponsables con el propio sistema. Pero, como decía el personaje protagonista de un broker en la excelente película de J. C. Chandor, Margin Call, al analizar el comportamiento del mercado financiero, "a nosotros nos pagan por dar satisfacción a los inversores, no por preguntarnos si lo que hacemos está bien o está mal". Siempre se puede decir que el sistema tiene sus sumideros pero, no nos engañemos, el grueso del mismo está constituido por una racionalidad instrumental, por un conjunto de reglas sustentadas y mantenidas bajo patrones de normalidad al servicio de la acumulación indiscriminada y la concentración de los recursos y de las fuentes de energía. Y, parafraseando un viejo aforismo, sucede que "cuando la racionalidad instrumental desprovista de fines entra por la puerta, la dignidad humana salta por la ventana".
El conflicto medios-fines está planteado con toda su crudeza en el momento actual en forma de conflicto irresoluble entre la política y la economía. En aras de la ortodoxia económica se sacrifican los valores más importantes de la civilización. La "banalidad del mal" emerge con toda su crudeza revestida de patrones de normalidad. Hay que cumplir las normas al precio que sea, son directrices emitidas por altos organismos internacionales: FMI, BCE, G20 y demás. Una y otra vez oímos cosas tales como "no hay margen en la política económica", "es necesario reducir el gasto porque es la única política posible" y otras similares. Afirmaciones de esta naturaleza han adquirido tal grado de evidencia que cualquier atisbo de políticas alternativas bien son tachadas de "irreales" o bien son denostadas como expresión de conductas ilusorias propias poco menos que de seres enajenados.
De ahí la dificultad. Si el problema hubiera sido únicamente corregir desvaríos, perversidades del propio sistema sin poner en cuestión la lógica del mismo, estaría resuelto o cuasi-resuelto. El problema radica en que la corrección del sistema pasa por la política, es decir, por la redefinición de los fines. Como dice Reinhard Marx: "El problema que estamos viviendo hoy es que la economía no sirve al mundo de la vida?". El Estado con sus viejos ideales de libertad, igualdad y fraternidad se ha convertido en un obstáculo para la expansión de un sistema económico que tiende inevitablemente a la concentración de recursos, materias primas, fuentes de energía en un proceso de acumulación ininterrumpido. Las legislaciones de los estados con su orientación al mantenimiento y preservación de las condiciones de vida de la población se han convertido en obstáculos a soslayar.
No es extraño que la política institucional vaya debilitándose paulatinamente. La política concita grandes dosis de desafección y está siendo vaciada de contenido. La estrategia es simple: hay que desproveer a la política de su carácter finalista representado en valores como: la justicia, la igualdad, calidad de vida. Debe ser sustituida por una lógica gerencial que anule o borre las diferencias ideológicas en beneficio del reforzamiento de los aparatos burocrático-administrativos al servicio de los intereses del sistema. ¿Cómo se produce esto? Muy sencillamente, por una parte, se refuerzan los instrumentos de control y de seguridad que afectan fundamentalmente al ámbito de la vida privada y que tienen un efecto disciplinario en las propias poblaciones; por la otra, paradójicamente, se trata de desregular, de desarticular los mecanismos de intervención y de regulación de todos aquellos aspectos que tienen que ver con la organización económica del propio sistema. Regulaciones en materia medioambiental o económica por no citar más que dos ejemplos, no son sino obstáculos para el despliegue de las fuerzas productivas. La flexibilización de los sistemas productivos aparece como el resultado natural de este proceso.
Es aquí donde "la banalidad del mal" aparece con toda su fuerza, donde el respeto a las reglas de juego, la ortodoxia, se pone al servicio de una lógica perversa que tiende a borrar cualquier atisbo de humanidad aumentando exponencialmente el malestar individual y colectivo. Uno de los paladines del pensamiento conservador, Edmund Burke, afirmaba que "cuando los hombres actúan de forma corporativa, la libertad se convierte en poder, por eso las personas reflexivas solo se pronunciarán cuando hayan podido constatar qué uso se hará de ese poder". Es lo que me pasa por ir al cine.