uNO, que se considera medianamente razonable, cree tener algunos principios más o menos sólidos, de esos que espera trasmitir a sus hijos (o sus alumnos): la honradez, la justicia, el trabajo bien hecho, el esfuerzo, etcétera, y uno piensa que estos principios son compartidos por la gran mayoría hasta que comprueba, con pesar, que no siempre es así. En cualquier momento, uno puede cruzarse con alguien aparentemente respetable que, sin embargo, defiende postulados con los que es imposible coincidir por mucha cintura que se tenga. Si tales razonamientos proceden, además, del ámbito de la enseñanza, la sensación es desalentadora.

El penúltimo ejemplo de lo que, en mi opinión, no debe ser la educación, lo proporcionaba Francisco Michavila, catedrático de Matemática Aplicada y director de la Cátedra Unesco de Gestión y Política Universitaria de la Universidad Politécnica de Madrid. En una reciente entrevista publicada en un diario madrileño, nos regalaba algunas perlas que me gustaría comentar, dada la ligereza con la que las dejaba caer y la trascendencia que, sin embargo, encuentro yo en las mismas, especialmente viniendo de alguien teóricamente experto.

La medida, decía Michavila refiriéndose a la posible subida de la nota mínima necesaria para la obtención de una beca, llega en el momento menos adecuado. Es un sinsentido endurecer las exigencias para conseguir una beca justo cuando las familias tienen las mayores dificultades económicas (?). Solo favorece la exclusión social.

Una beca es una ayuda para el que se esmere

Mi opinión es que una beca, por puro sentido común, debe suponer una ayuda a quien demuestre merecerla y un estímulo para que todo estudiante se esmere por conseguir los mejores resultados académicos. Si las becas se conceden sin exigencia, ¿dónde está el estímulo? Rebajar el nivel de exigencia supone excluir socialmente a quien se esfuerza y va en contra de la más elemental justicia social. Precisamente la obligación moral de una sociedad avanzada como (debería ser) la nuestra es la de ayudar a un estudiante que, no pudiendo pagar sus estudios, haga méritos para que aquellos le sean subvencionados.

Continuaba Michavila denunciando que si para acceder a una beca universitaria se sube el mínimo a un 6,5 queda mucha gente fuera. ¿Pero qué nota cree este hombre que merece una beca si le parece excesivo un 6,5? ¿Un 5? ¿Un 4,5? Claro que quedará gente fuera. Lo importante es que no quede fuera nadie que haya hecho méritos para estar dentro.

El grado, proseguía, debe ser una forma de redistribución social y no debería exigirse una nota de entrada. Cualquiera debería tener acceso a la universidad, como fuente de conocimiento. Luego ya se le puede exigir ir aprobando, pero no con unos porcentajes tan altos. ¿Cómo es posible que un catedrático afirme que no debe exigirse una nota de entrada a un grado? ¿Cualquiera debe tener acceso a la universidad? Será cualquiera que lo merezca, cualquiera que lo aproveche, cualquiera que desee estudiar y aprender. ¿Pero, en qué mundo vive el señor Michavila? ¿O en qué mundo vivo yo? Desde luego no en el mismo. Y hablaba de la universidad como fuente de conocimiento. ¿De qué conocimiento, si los alumnos entran sin nota, con el propósito de redistribuirse socialmente (ha dejado pequeño a Wert, Michavila) y con la única condición de ir aprobando pero no con unos porcentajes tan altos? ¿Dónde y cómo obtuvo su cátedra el señor Michavila?

La culpa es de los profesores

Michavila, que para eso es un experto, daba enseguida con el problema: la culpa es de los profesores. Todo se arreglaría, exponía el insigne catedrático, mejorando el qué y el cómo se explica. Si se consiguiera interesar a los estudiantes repetirían menos. Hay que hacer unas clases más activas, con menos teoría, aclaraba.

Así, con incuestionable soltura, Michavila condensaba en tan solo dos líneas tres de los más importantes dogmas de la pedabobería oficial: a) El profesor no sabe explicar. b) El profesor no sabe motivar. c) El profesor enseña demasiada teoría.

No me extraña que, con teóricos como este, la situación de nuestro sistema educativo sea la que es. Y menos mal que los profesores, en su mayoría, se tapan los oídos, como los hombres de Ulises en La Odisea, para evitar, los segundos, ser atraídos por las sirenas y los primeros, atender las desorientaciones de los expertos, y continúan, con más o menos ímpetu según las circunstancias, intentando transmitir conocimientos a sus alumnos.

Para Michavila, por fin, el concepto esfuerzo es positivo pero está mitificado. Si el esfuerzo está mitificado, ¿qué nos queda? ¿Qué sociedad pretendemos construir si la que debería ser primera premisa para el ascenso social es relativizada e incluso repudiada? Si el esfuerzo está mitificado, ¿el enchufe está minusvalorado?

* Profesor de instituto