PARA desenterrar las oscuras sombras que nos oculta el pasado de Jorge Rafael Videla, Augusto Pinochet y Francisco Franco, estamos obligados a traspasar los límites que aprisionan la información heredada desde las dictaduras de estos asesinos. Como Montaigne nos sugiere, sus leyes de punto final o inmaculadas transiciones han resultado insuficientes más allá de su mundo de privilegios y prebendas.

Todo ejercicio de aproximación al pasado, en este caso más, exige un esfuerzo importante en lo intelectual, teniendo en cuenta, además, los inconvenientes y las dificultades que suelen aportar desde las propias instituciones. No porque lo que intentamos averiguar tenga que ver con el oscuro pasado de los países que estos dictadores deshonraron, sino por la proximidad y afectación que tienen esos hechos en relación con nuestro presente.

No hace mucho, una persona a la cual considero bastante cabal, me sugirió que nunca hay que dar nada por sabido. "Cuando crees que has entendido algo -me dijo- o que ya lo conoces, vuelve a pensar sobre ello. Mira de nuevo, escucha de otra manera". Creo que es cierto, ya que la experiencia vital que no nos cambia no es tal experiencia. Y sin experiencia no hay vida. Al menos, no vida inteligente. Soy nieto de fusilados, de manera que mi experiencia comienza por la curiosidad, por el deseo de saber de lo que es capaz de hacer el ser humano cuando pierde la razón. La banal creencia de que el tiempo sana las heridas yerra: nos acostumbramos a ellas, que no es lo mismo. Y, ni mucho menos, como quieren, las olvidamos. No recordamos para que nos devuelvan lo que nos quitaron, ese ya no es el motivo. Lo único que se intenta es que los nombres de los asesinados sean desagraviados del macabro destino que les adjudicaron unos seres miserables. Y se intenta con el único compromiso de poner cuanto esté de nuestra parte a fin de que todos ellos lleguen a ser parte de la sociedad de la que han sido borrados.

Ninguna muerte debería ser regocijo para nadie -los dictadores y sus acólitos no pensaban así- pero hoy no me tiembla el pulso para dejar constancia que uno de los más sangrientos dictadores, Videla, ha muerto en la desnudez de la cárcel. Esa misma cárcel donde el quirófano, la máquina, la parrilla, la huevera, la leonera, la capucha, el tabique, la cucha, el tubo, el camarote, el camión, los vuelos, la comida de pescado, la pecera... se convirtieron en el único lenguaje que los torturados conocieron y padecieron bajo su mandato. Hoy, la deshonra del destino suma a Videla al de sus predecesores mayores: Franco y Pinochet.

Los tres asesinos tienen mucho en común. Sobre todo respecto a los métodos utilizados para deshacerse de "los indeseables, los rojos, los diferentes". El método más contundente, y que iguala a los tres, fue la eliminación por fusilamiento y la inmediata desaparición de los cuerpos; muchos de los cuales no han aparecido, ni seguramente aparecerán, dada la desidia de los gobiernos democráticos para reparar su memoria. Pero el eje que les une y, sobre todo, más incomprensión produce, es que la preparación del engranaje golpista no fue una cosa casual en ninguno de los contextos. Fueron, en los tres casos, planes estructurados con un fin determinado: no perder los privilegios heredados por las clases privilegiadas.

Como dice Nora Cortiñas, de las madres de la Plaza de Mayo, fueron proyectos cívico-militar-religiosos los que consumaron el beneplácito de los centros clandestinos de detención, de la tortura sistemática, de los vuelos de la muerte, la DINA chilena, el GT2 argentino, la Ley de Fugas de los franquistas españoles, los campos de concentración, las cárceles reformadoras y los robos de bebés por citar tan solo alguno de los recuerdos que tenemos que desenterrar del pasado.

No se abren los archivos eclesiásticos -esperemos que el Papa argentino lo haga-, no piden perdón y, desde luego, no reconocen las atrocidades que han cometido -el gobierno actual del PP se niega a reconocer el 18 de julio como día contra el franquismo-, cuando gracias la historia oral sabemos que han sido los ejecutores de crímenes contra la humanidad. Prueba evidente, amparada por el derecho internacional, que reconoce una persecución eterna, puesto que su consumación es imprescriptible.

Me vienen a la cabeza mis abuelos. Siempre me vienen. Tiemblo al escribir esto y no reprimo el llanto, quizás este es el aprendizaje de la experiencia del que me hablan. Llevo años intentado construir la víspera de su asesinato y, con el de ellos, el de los demás. Gracias a Alberto Manguel y a su novela Todos los hombres son mentirosos he conseguido acercarme un poco más a esa percepción personal e intransferible. Me refiero a ese juego brutal, inhumano y sanguinario que consiste en no pronunciar la amenaza, en permitir que la imaginación construya su propio infierno, en hacer que el temor de lo que podrá ocurrir otorgue rostro y garras a una encarnación siempre secreta. Prometer algo sin decir qué. Dejar que se oiga el chirrido de una puerta, el latigazo de una correa, el raspado de un metal en la oscuridad, el ruido del motor de los camiones, la angustia del silencio, la quemazón del sinsentido, la rutina de los verdugos, la hipocresía de la confesión, el olor a muerte, todo ello con la única esperanza de no sufrir más.

Me gustaría no haber escrito esto. Lo mejor hubiese sido que el pasado hubiese sido menos trágico, con un destino menos cruel, pero la Historia no es un menú a la carta en la que cada cual elige el postre que se le antoja. No puedo dejar pasar el recuerdo de varios acontecimientos por similitud entre las dictaduras y el horror de su herencia.

Eduardo Galiano nos recuerda en El fútbol a sol y sombra, cómo Videla compró el 6-0 de Argentina a Perú y cómo en la inauguración del Mundial, en el Estadio Monumental de Buenos Aires, a escasos metros del Auschwistz argentino, ese centro de tormento y exterminio de la Escuela Mecánica de la Armada; Henry Kissinger -premio Nobel de la Paz e ideólogo de la operación Cóndor para la instauración de las diferentes dictaduras en Latinoamérica- dijo que "este país tiene un gran futuro a todo nivel" mientras kilómetros mar adentro se arrojaban desde los aviones los prisioneros vivos al fondo del océano. Ese Mundial al que no acudió Johan Cruyff, ese Mundial donde a la hora de recibir los trofeos la Naranja Mecánica se negó a saludar a los jefes de la dictadura argentina. Qué diferencia con el actual monarca español, quien en 1982 recibió de Videla la más alta condecoración de aquella República, en la que ya casi habían desaparecido 30.000 personas, como ya había recibido España de manos de Franco.

También hay un recuerdo para Pinochet, ya que las investigaciones dicen que estaba personalmente interesado en el destino final de los líderes comunistas, hasta el punto de conocer cada asesinato perpetrado por la DINA, entre ellos los de Víctor Jara y Salvador Allende, como lo hay de su engaño, cuando bajó del avión volviendo a su guarida chilena tras la estancia británica.

Es triste saber que hoy otro dictador, Ríos Montt en Guatemala, tiene la oportunidad de otro juicio. Es triste saber que el pasado 17 de mayo, el BOE publicó la restauración de tumba de Franco con un coste de 280.000 euros, tan solo una semana después de un homenaje a la División Azul presidido por la delegada del Gobierno español en Cataluña. Es triste saber que los desaparecidos se ahogan en el anonimato de un pasado que estamos obligados a desenterrar, nada más porque sabemos que está pendiente.