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El premio a la fidelidad

El premio a la fidelidadPankra Nieto

Existen infinitas maneras de evocar el acontecimiento vivido en Sevilla cuando se cumple el primer aniversario de la última conquista del título de Copa. Tantas como el incalculable número de personas, cientos de miles, que aquel 6 de abril siguieron con el alma en vilo el desarrollo de una final que, después de cuatro décadas de paciente espera, por fin tuvo un desenlace feliz. El Athletic volvía a levantar su trofeo favorito, no sin sufrimiento y, en realidad, siendo estrictos, se proclamó campeón el día 7. Pese a que partía con el cartel de favorito ante el Mallorca, estuvo rezagado en el marcador, logró empatar en la segunda mitad, pero tuvo que disputar una prórroga y necesitó además de la tanda de penaltis para deshacer la igualdad.

Puede afirmarse que la ansiada fecha cumbre que, como no podía ser de otro modo, trajo aparejada una apabullante movilización de aficionados resultó, con diferencia, la peor de todo el torneo. Desentonó con respecto a cualquiera de las seis rondas previas, resueltas con una exhibición de eficacia, con un juego de muchos kilates, pese al intimidante potencial de algunos de los rivales.

Los pronósticos se cumplieron sin sobresaltos en las eliminatorias más asequibles. Rubí, Cayón, Eibar y Alavés claudicaron sin rechistar, víctimas de sendos dobletes de Adu Ares y tres más, sí tres, con la firma de Villalibre. En cuartos, a partido único, San Mamés acogió un encuentro espectacular frente al Barcelona. Guruzeta marcó en el primer minuto, remontaron Lewandowski y Yamine Lamal, igualó Sancet y la imberbe estrella azulgrana tuvo en sus botas la sentencia cerca de la conclusión. Erró ante Agirrezabala y en el tiempo extra, resolvieron los Williams. En semifinales tocó el siempre temible Atlético de Madrid y salió a relucir la mejor versión de los hombres de Valverde: 0-1 en la ida, 3-0 en la vuelta.

Si la entidad del otro finalista, de por sí, inclinaba el pronóstico del lado del Athletic, la brillantez alcanzada en su camino hacia la cita cumbre asomaba como argumento irrefutable. Sencillamente, se pensaba, había llegado su momento, no podía fallar. Con esa convicción se montó la invasión de la capital andaluza e hicieron los preparativos oportunos los que se quedaron en casa para seguir la retransmisión.

Sin embargo, el fútbol, siempre caprichoso, depararía un guion enrevesado, una vuelta de tuerca que puso en danza las emociones, alentando la incertidumbre y el temor. Cuánta gente apagó el televisor o la radio, incapaz de sujetar el nervio, cuántos abandonaron la grada de La Cartuja para no ver en directo los lanzamientos desde los once metros. Quién no conoce a alguien que conscientemente renunció a presenciar lo que no ocurrió. Raúl García, Muniain, Vesga y Berenguer hicieron un pleno de aciertos y Agirrezabala agregó su particular aportación a la causa: el Athletic era campeón de nuevo.

Lo que vino después, con las aguas que bañan Bilbao a modo de epicentro, trasciende el deporte, los goles, la competición, el pringoso negocio montado en torno al balón. Es el reflejo de que, pese a los tiempos que corren, es posible mantener intacta la fidelidad a un legado que se transmite espontánea y puntualmente de generación en generación desde que el primer pelotón rodó por el espacio que se denominaba Campa de los Ingleses. Constituye la celebración jubilosa de la vigencia de una filosofía sin igual, objeto de admiración fuera, incluso de envidia, que aquí se defiende y sublima, aunque ello implique, por ejemplo, permanecer a la espera durante cuarenta años.