Si algo se destaca por encima de todas las cosas para referirse al Athletic es la poderosa conexión entre el club y la gente. Nada explica mejor su significación que este fenómeno que trasciende el ámbito deportivo y conocemos como sentimiento de pertenencia. Identificación con unos colores y un escudo representativos de unos ideales muy concretos, tanto que se enarbolan en exclusiva. Ahí radica el secreto, en la diferenciación, auténtico motor de una fidelidad y un orgullo que arraigan generación tras generación y de vez en cuando se manifiestan exageradamente, al menos para quien asiste desde fuera a un episodio del estilo de lo que acaba de vivirse en torno a la final de Copa.

El sábado, cientos de miles de personas se mimetizaron con sus futbolistas para sufrir y gozar; sintieron el mismo agotamiento físico y mental durante las dos largas horas, interminables, de un partido abierto, demasiado abierto, más de lo que cabía prever, al punto de que el desenlace quedó pendiente de un hilo. Ahora eso da igual, pero conviene no olvidarlo para comprender cuán difícil es salir campeón. En ocasiones anteriores, casi siempre, al Athletic le había correspondido desempeñar el papel de víctima, lo cual atenuó en cierta medida la frustración. Esta vez no era el caso y sin embargo se disparó el termómetro de la incertidumbre, del miedo; así como, por momentos, de la resignación. Sensaciones todas ellas justificadas y que alternativamente planearon desafiantes sobre La Cartuja, indigno recinto del evento que acogía.

Queda pues por conocer qué efecto ejerce el título, cómo lo digieren los futbolistas, si mantienen intacta su capacidad para persistir en el empeño de convertirse en un conjunto que marque una época

Lo único bueno de sufrir así, hasta el último segundo y cuando semejante penitencia en absoluto entraba en los cálculos, es la magnitud del júbilo que provoca la victoria. Probablemente, estaba escrito en alguna parte que después de 40 años de paciente espera, el Athletic alcanzaría la gloria de esta manera. Solo es una suposición, aunque innegablemente encaja con la cruda realidad que la entidad ha afrontado en los últimos tiempos.

No lo tiene fácil, y dado que el mundo no acabó en la madrugada del domingo, convendría descender enseguida de la nube. La felicidad merece ser tratada con cariño, con devoción si se quiere, pero esto sigue. Tomar conciencia de ello es cuestión que atañe a todos, empezando por los profesionales.

Cambio de ciclo

Hay voces que se han apresurado a mentar el cambio de ciclo que llevaría aparejado el título recién conquistado. Sin duda, el equipo ha pasado una página en el libro de la historia. Quizá no sea procedente afirmar que era una cuenta pendiente, si bien parece evidente que esos penaltis mágicos sirven para liberar, también reivindicar, el espíritu y la dedicación de las camadas de jugadores que han defendido la camiseta desde 1984, en las décadas sucesivas, hasta hoy mismo.

Gabarra al margen, el Athletic de Ernesto Valverde continúa inmerso en el calendario competitivo. Son ocho los compromisos que figuran en su agenda. Ocho citas pendientes y un aliciente perfectamente definido. Ha amarrado el objetivo de regresar a Europa, pero tiene ante sí la posibilidad de hacerlo por la puerta reservada a los mejores del continente. Dos puntos le separan en la actualidad de una plaza en la Champions, margen asequible, se mire como se mire, máxime cuando en tres semanas visitará a su competidor directo, el Atlético de Madrid, al que ya superó en San Mamés.

Lo único bueno de sufrir así es la magnitud del júbilo que provoca la victoria; probablemente, estaba escrito en alguna parte que, tras 40 años de espera, el Athletic alcanzaría la gloria de esta manera

Con este panorama, caliente aún el título copero y la trayectoria descrita hasta la fecha en el torneo de la regularidad, el tema de la mentalización cobra una relevancia singular. El Athletic gestiona un reto que no aparece de repente en su camino, era algo que venía barajándose desde un puñado de semanas atrás. No por capricho, sino porque no se ha dejado de ir en ningún momento. Podía haberse relajado al tener asegurada su presencia en la final de Copa, pero ha sabido mantener el tono competitivo.

Queda pues por conocer qué efecto ejerce el título, cómo lo digieren los futbolistas, si mantienen intacta su capacidad para persistir en el empeño de convertirse en un conjunto que marque una época. Pronto llegarán las respuestas, pero no está de más recordarles que el grado de exigencia en el fútbol de élite suele correr paralelo a los resultados. Un campeón lo es de verdad porque juega como tal, a ganar, no por tener un trofeo luciendo en una vitrina.