No me ha quedado más remedio. El hallazgo de un tesoro de mi juventud me ha dirigido al mundo vintage de los reproductores de casetes. En el origen, el encuentro con dos cajas, celosamente guardadas y aún selladas, con más de 40 casetes originales de los años 80 y 90. Eran aquellos días en los que cada compra de música y libros era una inversión del alma, no solo de mis ahorros. Un ritual que, curiosamente, mantengo intacto. Tras la alegría por el reencuentro me enfrento a la realidad de que ya no tengo reproductor de casetes (el que tenía feneció por exceso de amor y uso), por lo que ideo un plan b que me lleva, como comentaba al principio, al mundo vintage de la electrónica. Y ya les adelanto que es un nicho no especialmente barato. Además de predominar el producto de segunda mano, los problemas de calidad y garantía están ahí. Además, el recuerdo me lleva a la durabilidad de las cintas de casete. Amigas de enredarse en sí mismas, roturas, desmagnetización... Con el paso del tiempo la calidad de sonido bajaba enormemente. Ante esto, y sin duda, los CD y no digamos los archivos digitales son mucho más robustos en comparación. Y sin embargo, creo que me daré un homenaje. Mis casetes se merecen otra oportunidad. No es nostalgia. Es una forma de protesta ante la megamercantilización de la cultura musical. De la digitalización bestial y sin filtro que ha convertido todo el espectro musical en un mundo de nichos donde ya no se producen obras maestras perdurables en el tiempo, sino composiciones con mínima dignidad que solo aspiran al like instantáneo.