Cuando llega el mes de noviembre, las calles de los pueblos vascos se llenan de calabazas, disfraces y fiestas. Muchos lo ven como una americanada, una costumbre importada que poco tiene que ver con nuestra cultura. Pero hace poco, una de mis cuñadas me contó algo que me hizo pensar. Su amama, en la localidad costera de Bakio, también se disfrazaba cuando era niña. Iba de casa en casa, y en vez de decir “truco o trato”, los críos decían en euskera errezau (rezar) o abestu (cantar). Ofrecían una oración o una canción por los difuntos. No pedían dinero y las familias les daban castañas o dulces caseros. Mi ama, que vivía en un barrio apartado de Areatza, recordaba cómo vaciaban calabazas y les colocaban velas dentro para iluminar los caminos oscuros de vuelta a casa. No lo llamaban Halloween, pero la escena era la misma: niños riendo en la oscuridad, luces temblorosas espantando los miedos. Quizá no adoptamos tanto una fiesta ajena como creemos. Las calabazas, las velas y los disfraces siempre estuvieron ahí, solo que con nombres como Gau beltza o Arimen gaua, y otros significados. Lo que está claro es que pese al paso de los años, lo esencial no ha cambiado: recordar a los que ya no están. Tal vez la “noche de los muertos” no sea una tradición importada, sino una vieja conocida que ha regresado con otro acento. Porque cada luz encendida, cada risa en la oscuridad, sigue diciendo lo mismo que dijeron las amamas: que la memoria mantiene con vida a quienes ya no están entre nosotros.