En pleno 2025 seguimos mirando más los zapatos que los pasos. No hablo en sentido figurado: en una publicación digital dirigida al mundo empresarial se dedicó un espacio a analizar el calzado que lucía la diputada general de Bizkaia, Elixabete Etxanobe, en un acto institucional. La conclusión de los expertos en moda era tajante: con un traje oscuro no se deben llevar zapatos blancos. El debate, entonces, no giró en torno a las medidas presentadas, a la relevancia del acto, ni al papel institucional de la diputada, sino a la supuesta incorrección de su elección estética. Como si el acierto o desacierto de unos zapatos definiera la capacidad política de quien los lleva. Lo triste es que esto no es un caso aislado. Las mujeres en la esfera pública siguen sometidas a un escrutinio constante sobre la apariencia: si el vestido era adecuado, si el peinado estaba a la altura, si el tacón era demasiado alto o demasiado bajo. Y lo más doloroso es que, en muchas ocasiones, esa lupa no la sostienen solo los hombres. Somos nosotras mismas quienes reproducimos esa crítica implacable, juzgando a otras mujeres con una severidad que rara vez se la aplicamos a ellos. Quizás haya llegado el momento de cambiar de conversación. No se trata de renunciar a la moda ni de negar que la imagen comunica, sino de dejar de reducir la presencia pública de las mujeres a un código de vestimenta. Al final, lo que debería importar no es si los zapatos son blancos o negros, sino qué camino quieren marcar quienes los calzan.
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