Mañana no pienso hacer nada”, me prometí un día de víspera. Mentira cochina. Al día siguiente me tumbé en el sofá, bien estirada eso sí, pero pasé toda la mañana rebotando entre el último libro que me había descargado en el ebook, vídeos totalmente prescindibles que iba pasando en el móvil y reposiciones de series con cierto olor a naftalina. Pues no hiciste gran cosa, pensarán ustedes.
Lo hice; quizá no fue nada productivo –no me dediqué a limpiar el coche, hacer la compra semanal o terminar la bufanda que prometí tejer para mi hermana–, pero hacer, hice. ¿Dónde ha quedado nuestra capacidad para no hacer nada? Intenten recordar. Cogíamos el metro, por ejemplo, y quien no iba leyendo miraba por la ventana. Dormitaba. Imaginaba la vida del resto de viajeros del vagón. Planificaba el fin de semana o las vacaciones de verano. Se montaba un monólogo en la cabeza sobre el cambio climático o la vida secreta de las hormigas carpinteras.
Hoy en día sigue habiendo gente que lee pero la inmensa mayoría de nosotros vamos con la cabeza pegada al móvil. Desde hace un tiempo nos invade una extraña urgencia por llenar cada segundo de nuestra vida: el que no va al gimnasio aprende idiomas, se apunta a un curso de pintura o pasa horas cortando un bonsai. En cuanto nos sentamos sin hacer nada nos entra un nosequé por el estómago que no podemos reprimir. Desde aquí mi lanza a favor de la vida contemplativa.