En plena temporada alta, muchos hoteles de costa despiertan al ritmo de un ritual ya conocido: chanclas apresuradas, tumbonas desplegándose y toallas estratégicamente colocadas antes del desayuno. No es una escena aislada, sino una costumbre repetida cada verano: asegurarse el mejor sitio junto a la piscina como si de una competición se tratara. Lo paradójico es que, tras un año de estrés y prisas, uno esperaría que las vacaciones fueran un paréntesis de calma. Pero no. Llevamos la prisa en la maleta junto con el bañador. Correr para hacernos con una tumbona se convierte en un reflejo de algo más profundo: nuestra dificultad para desconectar, incluso en el descanso. Yo decidí hace tiempo salirme de ese juego. Si no hay tumbona, me siento en una silla. Si no hay silla, me tumbo en la toalla en el césped o en la arena. Si no hay sombra, me voy al chiringuito a tomar una cervecita, que se me da especialmente bien. El verdadero descanso no debería requerir alarmas ni estrategias. Quizá no se trate de llegar antes, sino de llegar de otra manera. De entender que no hacer nada también acaba siendo muy valioso. Mirar el mar, sin más, es la mejor forma de sanar la mente. Y si, por un verano, dejamos de correr por la tumbona no pasa nada. Igual es el momento de empezar a correr menos por la vida y a disfrutarla más.

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