Espero que nadie me bese nunca como lo hace esa sociedad interesada que asusta al mundo formada por el matrimonio Trump. Ojalá además que a ninguna otra mujer se le cruce por el camino de la vida un juez tan nauseabundo como Adolfo Carretero, a la sazón magistrado del caso del presunto acosador Errejón, que parece más experto en bragas, tetas y penes, según se desprende de su interrogatorio, que en aplicar con mesura y tacto el ejercicio de su oficio, que presupongo consiste en impartir la justicia de la que careció en su cerco a la denunciante, de la que me importa poco, visto lo visto, lo acertado o no de su relato. Me lo imagino copa y puro en mano en los postres mientras hace gracietas sobre la camarera junto a sus colegas, probablemente igual de repulsivos, suspirando por un magreo que, a su juicio, sería intrascendente mientras ella no le soltara un guantazo para quitárselo de encima. No sé si echaba más para atrás la violencia inquisitorial de sus preguntas a Elisa Mouliaá o el tono complaciente con el exdirigente político, a quien le puso en bandeja defenderse dando a entender que algo habría hecho ella. ¿Qué mujer puede creer en la ley si para colmo las togas callan ante el lamentable show de uno de sus profesionales? Pasa como con el beso de Trump. Que yo confiaría más en alguien que lo hace comiéndote la boca, eso sí, de forma consentida. Y no hace falta ningún croquis para saber cuál es la diferencia.
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