Como dos gotas de agua las principales cabeceras de la prensa vizcaina coincidían el pasado viernes en la imagen y el tema de portada. Mandaba una fotografía del partido de Europa League, apoyada en una información sobre la saturación de los centros forales de acogida de migrantes menores de edad. La alegría desbordada de los jugadores del Athletic contrastaba con el pesimismo que genera la frustrante conclusión a la que nos enfrentamos: no damos abasto con todos los menores no acompañados que llegan y, lo más preocupante, es que no tenemos soluciones ni para acogerlos ni para garantizarles un futuro mejor que el que se han visto obligados a dejar atrás. El contraste entre la imagen deportiva, cargada de ilusión, y la información social, que invita a la desesperanza, también se refleja en cierta medida en la procedencia de los futbolistas que aparecen en la imagen. Los hermanos Williams, entre otros, abrazan a Adama Boiro. Los dos primeros nacieron en Euskadi –conocemos bien las penalidades que sufrieron sus padres en su viaje a Europa–, Boiro, en Senegal. Los tres son reflejo de la nueva sociedad vasca. Han encontrado su camino vital en el fútbol. El éxito les ha llegado por el lado más díficil, al que solo accede un 1% de los jóvenes que viven hoy en Euskadi, sea cual sea su procedencia. El reto es dar a los menores migrantes las mismas herramientas que tienen nuestros hijos para encontrar su camino. Y estamos lejos de conseguirlo.
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