Aún con el sudor frío del maremoto yanqui en el cuerpo, no hace falta irse lejos de casa para que nos suba la fiebre. Una tragedia ha bastado para certificar la proyección del ser humano, lo de que, como reza el título del film de Díaz Yanes, Nadie hablará de nosotr@s cuando hayamos muerto. Los dirigentes a los que abonamos un oneroso sueldo que alcanza a su pléyade de asesores dieron buena muestra de ello cuando desayunábamos por docenas los fallecidos a orillas del Mediterráneo y otros puntos del Estado. La riada de inmoralidad rebasó lo tolerable mientras se comportaban como un día más en la oficina, los unos y los otros, sin distinción, porque hay algo que les une a todos: la insensibilidad. Los que justificaban que el Parlamento es como cualquier empresa y no podía parar la producción -quien lo pronunció lideró un día este rincón que su partido ahora cogobierna-, y los que hablaban de indecencia cuando ha sido su saqueo de lo público lo que ha propiciado un número elevado de víctimas. La izquierda, la derecha y el negacionismo ultra. De la mano en pos de un lema: ¡sálvese quién pueda! De la torpe gestión del espectro más rancio dan buena cuenta las vidas que se cobraron, por citar algunos casos, el 11-M, el desabastecimiento del Sovaldi, las directrices a las residencias en pandemia o la última dana. Cientos y cientos. En la bancada progre, entre tanto, lo que han perdido es el alma. Como bots ejecutando órdenes desde sus atalayas.
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