Aunque el asunto de alcoba está siendo abordado más por la prensa del colorinchi que por la seria, las confesiones de audio entre la exdomadora y el cazador de elefantes fugado a Abu Dabi no son una nadería si consideramos que, al fin, la Historia puede colocar los acontecimientos en su sitio. El infame emérito que durante cuatro décadas resultó venerado hasta la arcada por todo quisqui, encumbrado como figura crucial de la Transición, no solo saqueaba hasta allí donde llegaban sus tentáculos y disfrutaba bañado en cava francés de sus affaires con sus (muchas) amantes, sino que, una vez escuchada de su boca su veneración por el general Alfonso Armada, auspiciador del 23-F, resulta que apuntan a verídicos los mentideros que hablaban de Juan Carlos I como instigador del golpe de Estado. Mientras los aún aduladores se esfuerzan en señalar a la Rey como burda chantajista que durante años fue dejando pistas de lo que callaba, en lugar de reclamar una investigación a fondo de lo que las orgías pasionales del monarca costaron al erario público; otros se quedan con la estoicidad de la entonces reina, la de verdad, como si el hecho de ejercer como florero que mira a Marte fuera una actitud a poner en valor en una mujer. Si todos se equivocaron tanto (por interés) en desbrozar lo ocurrido, ¿quién nos asegura que no pueda pasar ídem con el vigente y almibarado trono a quien le sonríen los mismos y con semejante fervor? La respuesta es Bárbara.