Lo de las redes sociales se nos ha ido de las manos hace tiempo, sobre todo por su capacidad de hacer correr a gran velocidad los bulos -la metáfora de la pólvora se queda corta-, pero también por la exposición al ruido de los menores y de personas que carecen de capacidad de análisis. Ha ocurrido con el atroz crimen de tres niñas el mes pasado en el Reino Unido, pero también, más cerca, con el asesinato de un niño, apuñalado en Toledo. Ambos casos se han utilizado vilmente para azuzar el odio a los inmigrantes y en la memoria de muchos quedará grabada la culpabilidad indudable “de los que vienen de fuera a robar, violar y matar”. En los asesinatos de Southport, mientras las autoridades guardaban silencio como mandan los cánones de la investigación, colectivos antimulsulmanes difundieron por las redes sociales que el autor era un inmigrante ilegal seguidor del islam. Encendieron así la mecha de los incidentes racistas posteriores. La realidad es que el presunto asesino es un británico, de padres ruaneses, y sin vinculación con el islamismo. En la tragedia de Mocejón, el portavoz de la familia del niño asesinado está siendo acosado en las redes por negar que el autor fuera un menor migrante, un bulo que se difundió también por la red. El odio ha dejado de tener fronteras en esta época en la que la digitalización avanza sin pausa y relega a una esquina de la sociedad la lectura sosegada y la reflexión profunda, con datos y argumentos sin prejuicios.