Hasta que se invente un sistema fiable para medir la calidad democrática de un país, con sensores repartidos por las ciudades como los que analizan los niveles de contaminación, hay que fiarse del autodiagnóstico, de lo que cada uno percibe. Dejando en un segundo plano informes de organizaciones pseudoindependientes que básicamente comparan ciegos, con tuertos y con miopes, que siempre salen ganando en el examen. Aquí en casa, a muchos nos gustaría por ejemplo que la voluntad de los ciudadanos tuviera más valor que la de los partidos, sus necesidades electorales y los diques que levantan allí donde les conviene. Hay otras sombras en el sistema, pero se puede decir que Europa, en general, tiene un terreno de juego político en buenas condiciones, a pesar de los charcos que complican en algunas zonas que ruede el balón. Lo curioso es que es precisamente ese nivel democrático aceptable el que permite a la ultraderecha crecer y recortar las libertades y derechos de los ciudadanos. Y no lo podría hacer solo con el respaldado de los nostálgicos de los regímenes fascistas. En el censo electoral hay personas que tienen poco o nada y culpan al sistema, a la llegada de inmigrantes o a las tormentas de verano. Y el antídoto ante ese descontento es más país. Más educación y sanidad pública. Más ayudas sociales. Más facilidades a los jóvenes para el acceso a la vivienda. Más empleo y más salarios. Más apoyo a las empresas. Todo lo contrario a lo que plantean los ultra.
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